ISSN: 2594-2751
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La antropología transpersonal de Claudio Naranjo en un mundo de psicopatología y violencia: reflexiones desde la complejidad₁

Christian Omar Bailón Fernández

Creyendo equivocadamente que ya nos amamos a nosotros mismos, no tenemos idea de cuánto nos odiamos y de cuánto nos perseguimos, cuánto nos torturamos o desvalorizamos. Y sin la base del amor por nosotros mismos, difícilmente podremos llegar al amor a los demás, que es un fenómeno de rebosamiento

(Naranjo, 2013, p. 56).

Dice Lao Tsé en su Tao Te King que «cuando se perdió la armonía original surgieron las leyes», sugiriendo que la institución de la justicia que se basa sobre un poder violento, ha venido a constituir una especie de parche con que se ha intentado reparar la pérdida de una bondad espontánea que nuestra especie había conocido anteriormente

(Naranjo, 2018, p. 12).

ABSTRACT

A lo largo de este artículo se realiza un breve análisis sobre las características generales de las distintas concepciones antropológicas de los paradigmas psicológicos más reconocidos históricamente, a partir de ahí se centra la discusión en las cosmovisiones antitéticas desde el posicionamiento antropológico particularmente entre el psicoanálisis y la psicología transpersonal meramente para delimitar y clarificar los diferentes matices existentes, a partir de ahí se amplía la exposición sobre lo implicado en la antropología transpersonal para más adelante profundizar en la propuesta antropológica particular del psicólogo transpersonal Claudio Naranjo, para desde ahí hacer una revisión de lo implicado en sus planteamientos sobre la violencia, la psicopatología y la salud, esta problematización se hace por la vía de una lectura desde el paradigma de la complejidad de Edgar Morin, de ahí que se observe conforme se avanza en la reflexión el interés por el entretejimiento de horizontes diversos y la búsqueda de una mirada de conjunto que no solo abone a la comprensión sino también que promueva una concepción holística y ecológica del ser humano respecto a una antropología de la salud mental.

Palabras clave: psicología, antropología, violencia, psicopatología, transpersonal, complejidad.

Introducción

Desde las diversas epistemologías subyacentes a cada uno de los enfoques que ahondan en el espíritu humano desde un posicionamiento psicológico, se trazan antropologías que permanecen en debate, la naturaleza humana de orden psicológico no se deja entrever si uno no presupone de antemano una tesis; para los psicoanalistas la constitución del psiquismo humano parte de una base biológica con fundamento en la dimensión instintiva que se manifiesta a través de la sexualidad y de agresión:

Tras todo esto, es un fragmento de realidad efectiva lo que se pretende desmentir; el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. «Homo homini lupus»: ¿quién, en vista de las experiencias de la vida y de la historia, osaría poner en entredicho tal apotegma? Esa agresión cruel aguarda por lo general una provocación, o sirve a un propósito diverso cuya meta también habría podido alcanzarse con métodos más benignos. Bajo circunstancias propicias, cuando están ausentes las fuerzas anímicas contrarias que suelen inhibirla, se exterioriza también espontáneamente, desenmascara a los seres humanos como bestias salvajes que ni siquiera respetan a los miembros de su propia especie (Freud, 1992, p. 108).

Por su parte, como un planteamiento antitético, los psicólogos humanistas parten de una base personalista asumiendo que el ser humano tiene una direccionalidad promoral (Maslow, 2009); en acuerdo con ellos, los existencialistas continúan una cierta convergencia al respecto cuando asumen que el ser humano se ha de configurar ciertamente hasta cierto punto de acuerdo a las coacciones sociales, pero que el centro fundamental de su existencia recae en sus decisiones en función de su libertad.

Ken Wilber

Por su parte se mantiene ambigua la asunción antropológica en las teorías cognitivoconductuales y sistémicas en el sentido de que no hacen un pronunciamiento claro sobre su definición del ser humano específicamente, estas teorías se centran mucho más en la elaboración de sus propuestas técnicas de trabajo psicoterapéutico, aunque se infiere de ambas un posicionamiento determinista a través de la lectura de los autores, la primera en asunción del fuerte compromiso del ambiente en la configuración del individuo y en la segunda en lo deudora de la interacción social que supone la constitución de la identidad individual. Por último, la perspectiva transpersonal entrelazada en ciertas premisas existenciales, mantiene que el ser humano tiene un compromiso con la construcción de sí mismo a partir de la elaboración de su potencialidad espiritualidad intrínseca mediante el desarrollo de la consciencia (Wilber, 2005).

A pesar de, las grandes diferencias antropológicas desde las que parten las fuerzas psicoterapéuticas que aquí presentamos y que se consideran las principales, todas ellas mantienen una tesis parcialmente común; lo mucho que influencia en detrimento de la salud mental la violencia estructural que ejerce lo social en el desarrollo de la identidad del individuo, en algunos casos se considera incluso un asunto deseable y en otros algo prescindible en una sociedad sana. Por ejemplo, en su obra Tótem y tabú desde el planteamiento de la hominización-humanización como en el malestar de la cultura, Freud (1992) propondrá que la cultura se le impone violentamente al individuo a través de la restricción y sacrificio de sus instintos pero en beneficio de la posibilidad de vida comunitaria, como se sabe, en este sentido se parte de una antropología que desconfía de la posibilidad empática del individuo sin un orden “civilizatorio” que le sancione de no adecuarse a la norma. 

De fondo el argumento de Freud justifica esta función represiva de la cultura en el individuo pues solo así se considera posible la vida en común en sociedad, lo contrario supondría la ley del más fuerte. Si bien todas las perspectivas asumen el gran efecto que imprime la represión de ciertas dimensiones psicológicas individuales en la identidad humana, dependiendo de la perspectiva antropológica esto se asume como necesario o como indeseable, en este sentido resulta natural, desde otros paradigmas, la interrogación sobre la legitimidad de esta premisa antropológica y sobre las consecuencias en el individuo de los excesos de esa cultura opresiva, en el caso de la psicología transpersonal subsiste un cuestionamiento central a este posicionamiento. La obviedad de la necesidad de esta tendencia represiva de la cultura en una sociedad constituida como la nuestra es incuestionable, ¿pero si resulta que el ser humano nacido en una sociedad menos restrictiva y más solidaria gestara individuos meno violentos, sin necesidad misma de ser sometidos, más conscientes, fraternos y humanos? ¿Qué efectos en términos sociocontruccionistas genera esta asunción antropológica de que la naturaleza del ser humano es bestial? ¿Y si tal asunción antropológica es configuradora de tal tipo de hombre? ¿Y si entonces la salud psicológica se ve disminuida por la normalización y represividad misma asumida?

Psicopatología y violencia desde la concepción transpersonal

Una afirmación que asume la psicología transpersonal heredera de la denuncia contracultural contra la forma de sociedad dominante, es que el mundo en el que vivimos es un mundo plagado de individualismo y en este sentido egoico (centrado en un culto al ego), se pregona socialmente la necesidad de distinguirse de los otros y competir, contrario a una mirada solidaria o cooperativa, queda claro muy fácilmente que una sociedad competitiva es siempre una sociedad en guerra, de ahí que mantenga una tensión generadora de brotes de violencia resultado de ese constante ambiente bélico, consecuencia inherente a la organización del modo político y económico que le pertenece a la sociedad actual, pero este modo político y económico son a su vez constituidos por una cierta organización psíquica, a la que la psicología transpersonal le ha llamado ego, Manuel Almendro (2004) la considera la sombra de un yo más auténtico que ha terminado por asfixiarse y suponer una robotización de la vida ante tanta programación reductiva familiar y social, derivada tanto de traumas y heridas de la infancia como de limitaciones y represiones de los otros. 

Otra forma de verlo está relacionada con lo que Laing (1977) consideraba la fragmentación del ser y de la experiencia a partir de esa violencia simbólica y psicológica en la que se presiona al individuo a ser diferente a como va experimentando su propio deseo de ser, se le impone e influencia a seguir ciertas expectativas, a seguir cierto modo de ser validado familiar, social y culturalmente, el individuo ya invalidado de su propia experiencia buscará entonces a toda costa pertenecer, ser reconocido por medio de todas las normalizaciones que le atraviesan de consumo, de rendimiento, de estatus, de competencia, de aspiración, manteniéndose así en un espiral infinita de alienación existencial, de forma que la interioridad y el propio sentido de mismidad del individuo terminará escindido de su propia direccionalidad interna, entonces Laing comprende la salud como desarrollo de consciencia, individuación y trascendencia del ego que son tres modos de hablar de un mismo proceso:

La verdadera cordura ocasiona, de un modo u otro, la disolución del ego normal, de este falso Yo perfectamente adaptado a nuestra realidad social alienada: la aparición de los mediadores arquetípicos «internos» del poder divino y a través de esta muerte un renacimiento, un restablecimiento eventual de un nuevo tipo de funcionamiento del ego, que ahora sería el siervo de lo divino, y no su traidor (Laing, 1977, p. 127).

Si la finalidad es llegar a la transformación humana, el enemigo es lo que la psicología transpersonal ha llamado normosis, que se define como “un conjunto de hábitos considerados normales que, en realidad, son patogénicos y nos llevan a la infelicidad y la dolencia” (Weil, Leloup y Crema, 2003, p. 19, traducción propia); la normosis supone una deshumanización y degradación del individuo a cambio de un enmascaramiento robotizante, a través de ciertos mecanismos que coaccionan el despertar y facilitan el adormilamiento, la estructura patriarcal de la sociedad, el consumismo, lo rutinario de los ritmos laborales, la burocracia, la mercantilización de la vida, la antidemocracia de las sociedades actuales, la violencia inherente a los lazos humanos entre otras estructuras opresivas del espíritu humano que constituyen la insensibilización del potencial del hombre.

Erich Fromm

Fromm (2006) le llamaba la patología de la normalidad, refiriéndose a que el estado actual de la sociedad es psicopatológico puesto que genera amplia destructividad en el mundo, entre los individuos mismos y a la par en los individuos consigo mismos, de modo que contrario a ello una sociedad que fuera auténticamente sana sería mucho más constructiva, fundada en el amor al prójimo, utilizaría el trabajo como fuerza creadora, buscaría el desarrollo de una razón objetiva y sería productiva en el sentido de que buscaría el mejoramiento de la calidad de vida con sentido de los seres humanos, lo que no parece tan compatible con lo que vemos actualmente en un mundo tan lleno de explotación, deshumanización, insensibilidad y robotización, de ahí que el fundamento de la transformación humana se conciba en el despertar de la consciencia y con ello en el despertar de una religación ética que nace de la salud última, más adelante ahondaremos en ello.

Se observa en la psicología transpersonal que en el autoconocimiento y el desarrollo de la consciencia un individuo podría comenzar un proceso de sanación que implicaría un amor propio sano y que llevaría al cultivo de una mayor capacidad fraterna, compasiva, una comprensión más allá de lo propio que permita el acercamiento al otro, a la escucha, al diálogo y a la búsqueda de una relación armónica con nosotros mismos, los otros y el mundo (Naranjo, 2007). 

Es pues entonces que la salud significa autorrealización, es la autorrealización de las potencialidades inherentes a las dimensiones que conforman la naturaleza humana, donde la unidad de la consciencia es el límite (González, 2004) y, en ese sentido, puesto que la salud psicológica óptima está inexplicablemente entretejida en la totalidad del individuo, desde una perspectiva transpersonal la salud implica integridad y equilibrio entre los niveles de conciencia físico, emocional, mental, existencial y espiritual (Vaughan, 1990). La salud por último no es un proceso estático ni algo que se pueda alcanzar para siempre, sino que es un proceso de constante auto-eco-organización (Morin, 2006) y de intercambio equilibrador de todas las dimensiones del ser y en la relación del hombre con los otro y el mundo, la concepción transpersonal de salud psicológica al igual que la concepción del paradigma de la complejidad mantiene una mirada holística y ecológica.

En este sentido la trascendencia del ego está relacionada con la superación de los automatismos limitantes con los que vivimos y con el cultivo de una sana autenticidad de donde, como dijera Maslow, nace la solidaridad como resultado de una profunda salud psicológica (Pániker, 2016), de ahí que es fácil concluir para esta propuesta que la sociedad en la que vivimos se encuentra profundamente enferma.

La concepción transpersonal de Claudio Naranjo

Claudio Naranjo desde su perspectiva transpersonal es afín a lo anteriormente planteado, partiendo del cuestionamiento a esta premisa freudiana de que los seres humanos son intrínsecamente tendientes a la agresividad que hace necesaria en ese sentido la represión del individuo por parte de la cultura. Por supuesto es innegable la violencia estructural de la cultura a lo largo de la historia de las sociedades, quizá ningún antropólogo, sociólogo, filósofo y psicólogo se atrevería a afirmar lo contrario si no quisiera ser considerado un ingenuo. Para comenzar a comprender el planteamiento de Naranjo, la pregunta en este sentido no versa sobre si tal dinámica de violencia que se desborda en diversos sentidos sobre la génesis de la cultura existe o no, sino más bien si es algo que pertenece a la naturaleza humana o más bien a un tipo de la sociedad con muchos años de antigüedad y herencia.

Claudio Naranjo

Para Naranjo lo que hubo observado Freud que le parecía natural ya traía el condicionamiento histórico de una cultura patriarcal ampliamente agresiva en donde dominaba y predominaba la fuerza, la competencia, el poder y el control, pero no por ser la condición de los seres humanos, sino por cierto desequilibrio derivado históricamente de las transformaciones a las que obligó la supervivencia de la especie a partir quizá de ciertas trangresiones al equilibrio humano (en una época prehistórica que probablemente por la posibilidad de extinción que supusieron tanto las grandes glaciaciones como las grandes sequías, hubo necesidad de una adecuación evolutiva para la supervivencia pero que también supuso traumas que fijaron al individuo en este desequilibrio). Claudio Naranjo vio en el actual malestar de la cultura, una destructividad con raíz única; un estado de inconsciencia/ignorancia, que en una buena parte de las tradiciones espirituales es considerado el inicio del mundo de sufrimiento, que asocia a lo que llamó la mente patriarcal, un estado de desequilibrio (Naranjo, 1993). Quienes participan de esta postura de que la organización patriarcal ha supuesto el nacimiento de la cultura centrada en el dominio, la fuerza y el poder, se apoyan en los hallazgos desde la antropología que señalan que en las culturas matrísticas a lo largo de la historia quedan bastante disminuidos los rasgos de violencia y agresividad (Hernando, 2018; Eisler, 1997; Coddou, 1995), también desde la biología, Humberto Maturana se pronuncia en favor de estas perspectivas y cuestiona la idea de una naturaleza humana tendiente a la agresión y la violencia:

Nuestra cultura patriarcal centrada en la dominación y el sometimiento, en las jerarquías, en la desconfianza y el control, en la lucha y la competencia, es una cultura generadora de violencia porque vive en un espacio relacional inconsciente de negación del otro. Pienso que si queremos acabar con la violencia como modo de convivencia debemos atrevernos a mirar nuestra cultura patriarcal, y a cambiarla. No es la biología lo que nos atrapa en la violencia aunque nuestra biología nos permita vivir en ella; es nuestra cultura, es el espacio psíquico de nuestra cultura que da origen a la continua validación y justificación de la violencia en el que nuestros niños crecen haciéndose psíquicamente uno con él, lo que nos atrapa (1995, p. 84).

Sin embargo, la propuesta del psicólogo transpersonal no supondría el regreso hacia órdenes matriarcales, sino en el desarrollo de una sociedad triunitaria más equilibrada a diferencia de la tiranía actual de lo paterno (el intelecto dominante y normativo) sobre lo materno (la dimensión afectiva y empática) y lo filial (el niño interior asociado al deseo, el placer, lo espontáneo). Esto anticiparía la necesidad del desarrollo de un elemento sintetizador para pasar de una organización jerarquizada a una heterarquía interior, un «holismo triunitario», una aceptación profunda de esta tridimensionalidad, y esto es posible únicamente en la medida que se frene la maquinación egoica y se desarrolle un desapego profundo que genere este espacio interior de reconocimiento y dialogicidad interna a la integridad propia (Naranjo, 2018, 1993); en este sentido va la consideración de una cierta estructura patriarcal de la mente que anula la dimensión triúnica del cerebro (Maclean, 1990) que se encuentra compuesta del equilibrio entre el pensamiento, la emoción y el instinto, y que en la época actual se encuentra en un patente desequilibrio o desarmonía que nos conduce a la destructividad: “Lejos de constituir seres tricerebrados armoniosos, nuestro pensar, sentir y hacer han perdido su coherencia, dando nacimiento a incesantes conflictos internos e impidiéndonos la plenitud que nos ahorraría tornarnos esclavos de toda clase de necesidades neuróticas o adicciones, tales como la búsqueda de gloria, riquezas o placeres superfluos” (Naranjo, 2010, p. 146).

Esta concepción trinitaria del autor que también equipara a la dimensión paterna, materna y filial, va más allá promoviendo que del equilibrio triúnico surgiría un individuo que mantuviera esta dimensión triúnica de lo amoroso que podría equilibrar también el modo en que el individuo se relaciona consigo mismo, con los otros y con el mundo y que ya los griegos reconocían en el amor filial o compasivo (philia), el amor erótico (eros) y el amor ideal o admirativo (ágape), a su vez se puede inferir que de la perversión o degeneración de esta capacidades amorosas del ser humano se nota el desequilibrio del individuo, así asume enfáticamente que es obvio que las crisis externas que suceden en nuestro mundo son manifestaciones relacionadas con nuestro malestar interno, de modo que la crisis auténtica es aquella en donde está implicada una cierta normalización de la incapacidad de conectar con lo amoroso y lo fraterno de manera generalizada (Naranjo, 2007).

El ego que no es sino una manifestación de la desarmonía triúnica por la mentalidad patriarcal, es una estructura de deficiencia como dijera Maslow, nacida por algo que Naranjo llamará “el amor negativo”, que no es sino una temprana frustración amorosa fruto de la relacionalidad patriarcal de la familia, dando como resultado que la potencialidad amorosa del ser humano se encuentra velada por este odio a sí mismo que le lleva a una destructividad consciente e inconsciente que generó este desequilibrio y que se perpetúa generacionalmente (Naranjo, 1993).

Hay una cierta radicalidad y dificultad en la lectura de Claudio Naranjo que no viene de que sus ideas sean demasiado complejas, demasiado intrincadas o que mantenga un uso muy elaborado de sus conceptos, sino que esa profundidad viene de que lo que se trata de transmitir es precisamente una reflexión que permee la integridad de la experiencia humana, de querer hacer un acercamiento hacia repensar al individuo de manera mucho más amplia, con el pensamiento, el cuerpo, las emociones, el espíritu y el alma, hay la transmisión de una mirada no fragmentaria hacia el individuo, que no reduzca el mundo espiritual a una sola dimensión sino que busque contagiar una mirada expansiva y cósmica del mundo interior, un cuestionamiento al ensanchamiento de horizontes existenciales que nuestros condicionamientos represivos (que de nuevo no son ya meramente cognitivos sino también afectivos, instintivos, actitudinales, relacionales) nos imposibilitan captar; el autoconocimiento y el desarrollo de consciencia se encuentran entonces más orientados a la experiencia y la intuición, dimensiones contemplativas que pueden generar una percepción global de donde tanto Husserl como Merleau-Ponty consideraban que surgía una actitud fenomenológica que porta una mirada dialógica inherente, en este sentido el desarrollo de la consciencia se presenta en Claudio Naranjo como una apertura y expansividad experiencial hacia el acogimiento de las dimensiones que componen al ser humano en su completud:

Propongo, al plantear que la enfermedad consista en una desintegración intrapsíquica (falta de coherencia o disonancia entre el pensar, el sentir y el querer), algo que se puede comprobar fácilmente, pues tal disonancia está tan presente en los conflictos prácticamente omnipresentes de la vida humana «normal», que basta un somero análisis para identificar conflictos entre el deber y el placer, o entre el placer y el afecto, o entre el afecto y la razón y sus ideales (Naranjo, 2018, p. 26).

Hay implícitamente en esta concepción de individuos triúnicos la idea de que actualmente el hombre se encuentra fragmentado en sus dimensiones interiores, entonces la espiritualidad profunda y auténtica surgiría para Naranjo de la salud psicológica, de la armonía y el equilibrio entre tales dimensiones interiores.

De este cuestionamiento hondo a este modo tan limitante de definirse el individuo a sí mismo, los otros y el mundo que supone el ego, considerando que quizá el propio modo ya normalizado de existir sea precisamente lo que origina lo problemático, eso que se nos pasa por alto por considerarlo obvio, se infiere en este sentido que el pensamiento de la sociedad se ha vuelto demasiado racional (e instrumental), y otras veces demasiado visceral; en cualquier caso, como dijera Aristóteles, poco equilibrado, prudente (ratio), pocos filósofos como Spinoza, Nietzsche, Bergson han denunciado la negación de la experiencia viva que presupone el actual modo de ver la vida que mantiene una cosmovisión excesivamente instrumental y racional del mundo como la que hoy tenemos.

Complejidades de la violencia y la psicopatología en clave transpersonal

Para Naranjo (2010), la mente patriarcal es una forma de organización psíquica que refleja una concepción cognocéntrica y basada en la dominancia de los valores asociados a lo masculino como son la fuerza, la violencia, el autoritarismo, la obediencia, el control, la agresión, la explotación y la competición en franca anulación y ridiculización de otros valores inspirados por lo fraterno como son la ternura, la colaboración, la espontaneidad, la solidaridad y la compasión entre otros: 

He propuesto aludir a esta situación de empobrecimiento psíquico como «mente patriarcal», en referencia a que concibo las tres componentes psíquicas y sus correspondientes cerebros como tres «personas interiores» con las características del padre (el intelecto normativo y dominante, la madre (empática y afectiva) y el hijo (que desea), y propongo que esta condición unidimensional e insular de la mente humana constituya un eco intrapsíquico de la cultura propia de la «sociedad patriarcal» que ha caracterizado el mundo civilizado (Naranjo, 2018, p. 27).

Lo que señala Naranjo en cuanto a los efectos de la mente patriarcal tiene afinidad con la concepción de Foucault (2002) sobre la tendencia policial de nuestra sociedad a vigilar y castigar todo aquello anormal, una sociedad autoritaria que, mediante ciertos mecanismos de coerción invisibles inscritos en las relaciones humanas cotidianas, se instauran produciendo la normalización de los individuos, una serie de restricciones disciplinarias que conminan al individuo a participar en la obediencia de un coro represivo común:

El cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido. Pero este sometimiento no se obtiene por los únicos instrumentos ya sean de la violencia, ya de la ideología; puede muy bien ser directo, físico, emplear la fuerza contra la fuerza, obrar sobre elementos materiales, y a pesar de todo esto no ser violento; puede ser calculado, organizado, técnicamente reflexivo, puede ser sutil, sin hacer uso ni de las armas ni del terror, y sin embargo permanecer dentro del orden físico. Es decir que puede existir un “saber” del cuerpo que no es exactamente la ciencia de su funcionamiento, y un dominio de sus fuerzas que es más que la capacidad de vencerlas: este saber y este dominio constituyen lo que podría llamarse la tecnología política del cuerpo (Foucault, 2002, p. 33).

Bourdieu (2002) por su parte, y desde una perspectiva marxista y sociológica, denunciará en el desenmascaramiento de todo el aparato social de las relaciones humanas, la violencia simbólica inherente a las formas de dominación implícitas e incrustadas en la estructura de la ciencia, la política, la familia, el lenguaje, lo educativo y la cultura que mantienen el orden social actual, remarcando en esta concepción lo mucho que los mismos dominados aceptan legítimamente y muchas veces incluso reproducen e imponen a sus congéneres.

Más allá de distinguir entre la dimensiones de la violencia como psicológica, física, económica, entre otras, se considera una concepción antropológica de la violencia, pues “las infinitas fisonomías con que se manifiesta la violencia en el campo de las relaciones humanas” (Duch, 2019, p. 118) son el “síntoma más elocuente de la profunda irreconciliación interior del ser humano; primero con él mismo y, después, con todos los demás, incluso con la naturaleza” (Duch, 2019, p. 118), y puesto que todas estas diferentes manifestaciones de la violencia se presupone parten de esta misma raíz, en ese sentido se encuentran entretejidas, y van desde la violencia de la negatividad que supone el trazamiento de una frontera de exclusión, invisibilización, represión, hasta una violencia de la positividad que no supone antagonismos dominación sino mandatos o exigencias internas que por su propia alienación el individuo se impone deseables, esta distinción adquiere relevancia aún más porque actualmente la violencia, al mantener un carácter sistémico y relacional se organiza de manera más sutil e invisible que en épocas anteriores que era mucho más explícita y manifiesta, así como también pasa de tener una mayor predominancia física a adquirir mayor peso como dimensión psicológica, de modo tal que es introyectada en una autoagresión, en una autodestructividad que contribuye a su vez proyectivamente a la configuración relacional de la violencia colectiva (Han, 2017).

Para Naranjo esta actitud que posibilita ese diálogo de aceptación entre “las tres personas interiores” pasa por la posibilidad de la quietud, de ahí que invite a la meditación, pues “por cuanto la meditación constituye una invitación a desinteresarnos de nuestras motivaciones egoicas o pasionales, esta constituye una educación en la neutralidad, que renuncia a todo exceso” (Naranjo, 1992, p. 98), esta concepción fenomenológica más orientada a la experiencia se muestra como una apertura dialógica, de manera que promueve un ensanchamiento de la experiencia por la vía del autodescubrimiento interno global, una actitud de sanación integradora, así también Morin reconoce la importancia del “ejercicio permanente de la autoobservación” (Morin, 2006, p. 102) que puede suscitar a “una nueva conciencia de sí que nos permite descentrarnos en relación a nosotros mismos, por tanto reconocer nuestro egocentrismo y tomar la medida de nuestras carencias, nuestras lagunas, nuestras debilidades” (Morin, 2006, p. 102). Sin embargo se reconoce que desde esta mente patriarcal desde la cual se organiza la sociedad, habitamos una “desmesurada aceleración de los ritmos cotidianos” (Duch, 2019, p. 50) que “impone casi necesariamente una «mecanización» irreflexiva y desmotivada del pensar, actuar y sentir del ser humano. (Duch, 2019, p. 50), una sociedad del rendimiento y por ende del cansancio en donde la extenuación se encuentra prohibida, inhabilitando la sensibilidad, el ocio, la contemplación, la solidaridad y la vida interior al requerir estas tiempo y quietud para manifestarse (Han, 2018), por ende prohibidas en una sociedad “basada en el culto a la energía y la agresividad masculina” (Berardi, 2014, p. 106).

Entonces, como se mencionaba anteriormente, mientras que para Naranjo es el equilibrio entre el cerebro instintivo, emocional y cognitivo lo que permite la salud psicológica y de ello nace la posibilidad, Morin por su parte, sustituye la noción de equilibrio por la de lo dialógico, es entonces la capacidad dialógica entre estas dimensiones lo que permite un punto de cruce y posibilidades equilibradoras en el sentido del diálogo en bucle entre opuestos, pero quizá no solo un diálogo entre la cognición, los afectos y el instinto que constituyen efectivamente la dimensión psíquica intrapersonal en el individuo, sino que de ahí pueda surgir una actitud dialógica entre lo consciente y lo inconsciente y más allá, como reflejo de ello, en una apertura dialógica que de uno mismo con uno mismo se dirija hacia el mundo y los otros, lo que a su vez concuerda con la concepción junguiana de salud vinculada a la integración de opuestos (coincidentia oppositorum) o de Wilber de inclusión de lo negado. Así entonces la consciencia se vuelve “la capacidad de abarcar aquellas relaciones que nos constituyen, es un acto de integrar y dirigir que se produce continuamente” (Gebser, 2011, p. 307), y en ese sentido la apertura dialógica del individuo pasa de la dialogicidad del individuo consigo mismo a la apertura al otro y lo otro como lo otro que también le compete a uno mismo, en el sentido de que forma parte de uno mismo, en función de una identidad expandida (más allá del ego) y de una consciencia planetaria; de ahí que la individuación más elevada signifique capacidad para mantener una auto-eco-organización más profunda y más armónica entre mundo y vida, es desde esta perspectiva que el antrópologo Lluís Duch (2008) al respecto menciona que lo patológico se encuentra ligado a la caoticidad, a la desorganización y a la irreconciliación profunda con uno mismo, y en cambio la salud supone una cosmización, la construcción de una relacionalidad ecológica armónica entre nosotros mismos, los otros y el mundo.

En un mundo que parcela burocráticamente todo, que fragmenta y divide al absurdo, que impide la copresencia (de Sousa, 2000), que mantiene un pensamiento único que anula lo diverso, que impide la racionalidad comunicativa (Habermas, 1998) y que destruye la posibilidad de comprensión hermenéutica entre horizontes (Gadamer, 1994), no extraña que el sujeto se encuentre escindido intrapersonalmente como interpersonalmente, y que la hipercomplejidad del mundo actual por vía de una saturación de estímulos como de información, así como de una profunda alienación del individuo en principio sobre sí mismo, requiera de esfuerzos amplios para posibilitar un cierto desarrollo de consciencia que por su integralidad pueda “escapar del peligro de dividir el todo en una oposición o antítesis que le es ajena” (Gebser, 2011, p. 307).

Ya sea resaltando el aspecto relacional o configurando una radiografía de la racionalidad dominante, diversos autores dibujan la mente de la época mediante el desciframiento de los modos en que instaura lógicas instrumentales que desubjetivan al individuo (Horkheimer, 2002), con el uso de una razón indolente que imposibilita la copresencia de ideas (de Sousa, 2000), y que por vía de un monomitismo tecnoeconómico (Mèlich, 2012), instaura un pensamiento simple que es reduccionista, fragmentario y monológico (Morin, 2003), tal pensamiento unidimensional y calculador es el lugar por excelencia donde la violencia se instaura cómodamente, pues “lejos de abandonar la lógica, la crueldad es un exceso de ella, es una lógica total, una lógica de la totalidad” (Mèlich, 2014, p. 34), dicho de otro modo, “si la comprensión siempre es dialógica, en cierta medida” (Bajtín, 2012, p. 299), toda violencia por definición es antidialógica en tanto que anula cualquier posibilidad de comprensión:

Pero más allá de esta visión de la conciencia degradada o enfermedad como resultado de una pérdida de unidad (o fragmentación) intrapsíquica, pienso que el estado mental que hemos desarrollado en nuestro momento histórico es uno en que la cultura ha favorecido tanto el desarrollo del pensamiento racional que no solo ha sido eclipsado el afecto, y condenado lo instintivo, sino que ha llegado a dominar excesivamente el intelecto instrumental sobre otra forma de cognición de la que también somos capaces y para la que reservamos la palabra «intuición» —aunque los románticos la llamaron «imaginación», y en otros contextos ha sido llamada «fe». Se trata esta de una función usualmente asociada al cerebro derecho, que se caracteriza por la percepción de las cosas en su contexto, o en la forma de conjuntos Gestalten (Naranjo, 2018, p. 26).

De modo que, desde diferentes disciplinas con ciertas diferencias, pero partiendo de un planteamiento con muchas afinidades, se bosqueja mucho del malestar actual de la cultura mediante una relacionalidad basada en el dominio y la jerarquía contraria a una relacionalidad basada en la cooperación y el diálogo. A decir de Berardi:

El intelecto general, en su configuración presente, se encuentra fragmentado y desposeído de la percepción y consciencia de sí mismo. Solamente la movilización consciente del cuerpo erótico del intelecto general, junto con la revitalización poética del lenguaje, abrirán el camino hacia el surgimiento de una nueva forma de autonomía social (2014, p. 20).

Conclusiones

La lectura diagnóstica de Naranjo sobre la sociedad mantiene una tesis antitética a la antropología freudiana y sin embargo con coherencia social, antropológica y psicológica, desde su propuesta la violencia y la agresividad de la época y quizá a lo largo de la historia de la humanidad tiene como origen el orden patriarcal, un síntoma a una desnaturalización de la vida humana correspondiente incluso a un cierto periodo histórico de la civilización en donde hubo la necesidad por supervivencia de reprimir ciertos aspectos de la potencialidad psíquica de lo humano, tal desintegración por ser necesaria en tal momento histórico se inscribió y encumbró como el orden único de posibilidad organizativa de la configuración humana, de ahí, en detrimento de cierta armonía psíquica posible, que hoy se manifiesta en el afán de competencia, dominación, control, posesión y velocidad de la época (todas formas analógicas de violencia contra uno mismo, los otros y el mundo), resultado de la parametralización de la vida en clave cognocéntrica, en detrimento de la sensibilidad del afecto y la espontaneidad del instinto. La mente patriarcal se configura desde esta concepción en una relacionalidad basada en el dominio y la jerarquía contraria a una relacionalidad basada en la cooperación y el diálogo. 

En general, el planteamiento antropológico transpersonal, quizá inspirado en un cierto anhelo contracultural hacia una sociedad menos restrictiva, mantiene una serie de concepciones revolucionarias e incluso muchas veces francamente contrarias a las concepciones de otras psicologías, éstas comienzan con el reconocimiento de que la salud psicológica profunda o pasa por una transformación humanizante en clave compasiva y en un modo de vivir desde una sabiduría ecológica o no existe tal salud, hay una crítica muy álgida por parte de la propuesta al status quo y la ideología actualmente dominante en todos los sentidos, pues asume que esta normalidad es precisamente una forma de neurosis (normosis), desde donde se instaura una destructividad colectiva ya asumida, de ahí que sus conceptos siempre cuestionen los modos preestablecidos por la sociedad para vivir y denuncia por lo mismo desde una crítica profunda, la asunción de una concepción adaptativa de la salud psicológica, Naranjo es claro partícipe de esta resonancia.

Hay en una concepción de esta índole el reconocimiento de una carencia fundamental en el ser humano actual, que por la vía de una motivación de deficiencia anclada a esta fragmentariedad psíquica y a esta tiranía de la dimensión más patriarcal de la mente, produce un empobrecimiento psicológico en detrimento de las dimensiones afectivas e instintivas, un cierto desequilibrio fundamentado en una cierta desnutrición psicológica como amor negativo de una relacionalidad sistémica con los mismos parámetros de la mentalidad patriarcal, desde esta fundamentación se asume que surge la destructividad, la violencia y las psicopatologías actuales; en la falta de capacidad compasiva, en la crueldad, en la carencia de escucha interna y de aceptación de nosotros mismos que después se dirige proyectivamente al otro y que origina la destructividad actual.

Para Naranjo solo una profunda reconciliación interna que llevara al desarrollo de una sabiduría armoniosa podría catalizar una transformación con nuestros modos de relacionarnos con nosotros mismos, el mundo y los otros, una cierta integridad desde la salud podría posibilitar individuos que no continuaran la exigencia violenta al otro y al mundo para cumplir sus caprichos egoicos como intentos de compensación enraizados en carencias desde este desequilibrio psicológico en el que nos envuelve el mundo actual.

Edgar Morín

Para Morin por su parte, afín a Naranjo aunque desde un abordaje menos psicológico y más epistemológico, también es la fragmentariedad lo que provoca la destructividad social e individual, esta fragmentariedad se encuentra ligada a una antidialogicidad que es la madre de la violencia, la parcelación no solo del conocimiento sino de la vida en su totalidad; de la definición de nosotros mismos limitante, de una relación parcelada entre el individuo, la sociedad y la especie, se ha producido un individuo disociado de su identidad planetaria, de ahí que para Morin el individuo en su integridad debe mantener consciencia de su relación con la sociedad y la especie sin fundirse en tales dimensiones antropológicas, a su vez, en sintonía con el planteamiento de Naranjo, propone la necesidad de un pensamiento complejo, equivalente a la idea de desarrollo de consciencia, que incluya el pensamiento, la emoción y el instinto en la concepción del homo complexus, de ahí que considere que “la verdadera racionalidad, abierta por naturaleza, dialoga con una realidad que se le resiste (…). Un racionalismo que ignora los seres, la subjetividad, la afectividad, la vida es irracional” (Morin, 1999, p. 7), para Morin solo desde un pensamiento complejo se podrá resolver la incomprensión humana, este pensamiento complejo ha de cristalizarse en una conciencia planetaria que permita, intentar esa sabiduría dialógica de mantener un pensamiento abierto hacia uno mismo, los otros y el mundo en un diálogo constante, en una equilibración e intercambio enriquecedor continuo, dinámico. Lo patológico se encuentra siempre del lado de la antidialogicidad, y esta de la mano de la afirmación de una cierta concepción totalitaria, la negación de la incertidumbre, la ambivalencia y la errancia, entonces la salud conviene con la apertura a lo otro rechazado de uno mismo, del mundo y de los otros:

Tenemos que vincular el hombre razonable (sapiens) al hombre loco (demens), el hombre productor, el hombre técnico, el hombre constructor, el hombre ansioso, el hombre gozador, el hombre inmóvil, el hombre que canta y baila, el hombre inestable, el hombre subjetivo, el hombre imaginario, el hombre mitológico, el hombre crítico, el hombre neurótico, el hombre erótico, el hombre lúbrico, el hombre destructor, el hombre consciente, el hombre inconsciente, el hombre mágico, el hombre racional en un rostro de múltiples facetas donde el homínido se transforme definitivamente en hombre (Morin, 1996, p. 172).

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