ABSTRACT
El texto explora los vínculos entre argumentación y violencia para mostrar que, si bien existe una violencia externa e interna a la argumentación, tal relación no es necesaria, sino posible, y está en función tanto de factores normativos como contextuales, ya que depende simultáneamente de la violación de ciertas normas que regulan un modelo ideal de discusión crítica y de la existencia de un desacuerdo entre los participantes en cuanto a los puntos de partida y de las condiciones materiales y procedimentales que hacen posible tal discusión. Al final, se arguye en contra de la identificación entre violencia y argumentación, y se apoya el punto de vista, según el cual pese a todas las dificultades que entraña su realización, la discusión crítica es la alternativa éticamente más conveniente con la que contamos para afrontar la violencia.
Palabras clave: argumentación, violencia, discusión crítica, dialéctica, pragmadialéctica.
Es un lugar común el considerar que argumentación y violencia son mutuamente excluyentes: que al afrontar un conflicto teórico o práctico, ahí donde resplandece la fuerza de la razón languidece la fuerza bruta de la violencia.
Quien argumenta, busca producir convencimiento acerca de la verdad, falsedad o de ciertas dudas acerca de una creencia apoyando tal creencia en otro conjunto de creencias, y no meramente expresando lo que cree (Pereda, 1994). Por una parte, argumentar es un acto comunicativo ligado a una normatividad, de modo tal que se exige que el razonamiento en apoyo de la creencia que se busca defender sea válido, es decir, que las premisas o enunciados que lo componen conduzcan lógicamente a una conclusión; además, dicha normatividad requiere que el razonamiento que apoya una creencia parta de premisas fiables. Un argumento puede ser válido, en un sentido formal, pero estar sostenido en premisas falsas. Considérese el siguiente ejemplo: “Si llueve es verano; llueve; por lo tanto es verano”; es un argumento con una forma válida, pero parte de una premisa falsa: que sólo llueve en verano (e implícitamente, en cualquier lugar). Por otra parte, argumentar, en el contexto de una discusión crítica (van Eemeren, 2015) exige también la asunción de un compromiso de las partes involucradas con las reglas que regulan una discusión y que exigen la puesta en juego de cierto “código de conducta”.
Así, los participantes en una discusión crítica se adhieren al compromiso no sólo de declarar lo que creen, sino de justficar sus creencias, escuchar las de su oponente, responderle, defenderse y resolver una diferencia de opinión sobre la base de los méritos de la argumentación presentada. La otra opción frente a un conflicto o desacuerdo es la violencia: como un mero imponerse (Pereda, 1998). Sin embargo, ¿hasta qué punto ambas alternativas para tratar las diferencias son básicamente distintas? ¿Acaso, la argumentación puede tornarse violenta y, con ello, dejar de ser una alternativa válida en una discusión crítica? Más aún, ¿la argumentación no es sino otro rostro de la violencia? En cambio, si no identificamos argumentación y violencia: ¿qué vínculos existen entre una y otra? ¿Qué condiciones (institucionales, estructurales, situacionales) favorecen la contaminación violenta de una discusión? Es mi propósito encaminar esta reflexión no hacia la primera sino hacia la segunda vía, puesto que deseo mostrar que entre argumentación y violencia existe un vínculo que no es necesario, sino posible y que depende de factores tanto normativos como contextuales; quiero decir: la argumentación es una práctica situada en un ámbito (académico, político, jurídico, médico u otro), pendiente de una serie de prerrequisitos que garantizan su funcionamiento óptimo, los cuales, en su mayoría, conocen y asumen de antemano los participantes en una discusión.
A menudo consideramos que la situación comunicativa que es ideal para resolver o poner fin a un desacuerdo es el diálogo: “La palabra diálogo, de origen griego, quiere decir turnarse para hablar o hablar por turnos” (Leal, 2010, p.7). El valor que otorgamos al diálogo como práctica comunicativa capaz de dirimir un conflicto proviene de la idea que sostiene que es, sin lugar a dudas, el mejor medio que previene la violencia. Donde hay diálogo, creemos, no hay violencia; más aún, generamos la expectativa de un diálogo que no se reduce a la sola exposición de los puntos de vista de los hablantes en torno a un tema en disputa, sino que exigimos que estos ofrezcan una trama más o menos organizada de argumentos que aprueben, desaprueben o planteen ciertas dudas acerca de tales proposiciones. En el marco de la teoría de la argumentación, el enfoque pragmadialéctico considera que una discusión que se precie de ser crítica no puede prescindir ni mucho menos dejar de analizar y evaluar el componente argumental de una discusión: “Es característico del enfoque pragmadialéctico el considerar la argumentación como dirigida a resolver una diferencia de opinión sobre la sola base de los méritos de los argumentos ofrecidos por medio de intercambios críticos de actos verbales (u otros actos comunicativos en el caso de la comunicación no verbal)” (van Eemeren, 2015, p. 49).
Así pues, el diálogo es una situación comunicativa donde se afrontan las diferencias apelando al buen uso de la razón y la práctica de las virtudes para negociar y alcanzar acuerdos. En este sentido, no contemplo la disputa, p. ej., el debate o cualquier otro tipo de práctica argumental que tenga como finalidad ganar o vencer a un oponente, lo cual, evidentemente, no debe confundirse con el propósito de producir convencimiento acerca de la verdad o falsedad de una o más creencias.
Empleo el término “debate” queriendo aludir a la técnica como tal que consiste en llevar a cabo la defensa oral de un argumento a favor o en contra de una cuestión determinada. Sin duda, también hablamos de “debate” en un sentido amplio (sobre todo en el ámbito académico más que en el político) cuando confrontamos argumentos que son opuestos, cuando indagamos sobre su validez y la fiabilidad de sus premisas y cuando buscamos generar convicción en cada caso. Sea el término que se emplee, lo que me interesa subrayar es que, a diferencia de lo que ocurre en un debate, en el diálogo, por principio, no hay ganadores ni perdedores; emplee “convencer” un poco a la ligera, queriendo con ello aludir a la posibilidad en un diálogo crítico (Leal, 2013) de convencer a alguien de algo (p. ej., un director de un colegio a la comunidad educativa que lo integra de lo oportuno de adoptar medidas sanitarias preventivas; un médico a su paciente, de la conveniencia de seguir un tratamiento; un candidato a sus votantes, de su propuesta de campaña, etc.).
Aludo también al potencial del diálogo para persuadir a alguien de que haga algo. De ser así, el diálogo implicaría ese arte tan antiguo que es la retórica. Sin embargo, por principio, se objetará: el diálogo pertenece de lleno al terreno de la lógica y no al de la retórica, es decir, que lo que interesa es más bien “demostrar una proposición o al menos hacerla más aceptable, plausible, probable, mediante la formulación de un argumento válido con premisas verdaderas (…)” (Leal, 2013, p. 1). De llevar a cabo un análisis y evaluación honestos de lo que ocurre en una situación argumental real, podríamos advertir que los participantes a menudo emplean estrategias lógicas y retóricas; que no sólo buscan ser razonables sino efectivos en la discusión, aunque la mayor parte de las veces, justo es decirlo, quien argumenta más que procurar ofrecer un razonamiento válido, busca salirse con la suya. Existe un número considerable de investigación empírica que respalda esta observación (el ejemplo más notable es el maniobrar estratégico o efectividad razonable, estudiado por van Eemeren y Grootendorst en la Universidad de Amsterdam desde 1984 hasta la fecha). Espero mostrar en lo que sigue que este aspecto retórico presente en la discusión debería hacernos redefinir las finas, sutilísimas líneas que separan la argumentación de la violencia.
Espero que lo dicho con anterioridad no mueva al lector a considerar que en el marco de una discusión crítica “todo vale”, cualquier estratagema, cualquier falacia y truco; que a costa de ser efectivos mejor sería olvidamos de ser razonables. De ningún modo. Lo que quiero señalar anticipadamente es que es preciso distinguir un modelo de argumentación ideal de lo que es una práctica argumental situada. El primero está centrado en el cumplimiento de una serie de reglas que garanticen que la discusión siga el cauce de una argumentación válida: en la detección, análisis y refutación de las falacias o aquellos argumentos que parecen buenos argumentos pero no lo son (el ejemplo más notable de investigación sobre este terreno es el que ha emprendido Carlos Pereda en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, hará acaso más de 30 años). De acuerdo con esta perspectiva normativa de la argumentación, es posible detectar “vértigos” y vicios argumentales tales que hacen pensar que existe una doble relación entre violencia y argumentación: tanto de inclusión como de exclusión (Pereda, 1994).
La forma más patente de exclusión entre violencia y argumentación tiene lugar cuando ante una discrepancia, la palabra cede el paso a la violencia bruta. En lugar de atender los puntos de vista y argumentos del otro y de expresar los propios, de propiciar un acuerdo mediado por el diálogo, se da pie a un impulso desmedido que frena la discusión. En su forma verbal: el insulto, la ofensa, la humillación, los gritos, pero también el silenciamiento y la interrupción injustificada; en su forma no verbal: la violencia física en sus multiformes manifestaciones. En este escenario se afirma: cuando la razón impera, la violencia sale por la puerta trasera; y viceversa: ante un acto de violencia, se niega la entrada a la razón. En apariencia, esta sola diferencia bastaría para dar por sentado que la diferencia entre ambas es clara y contundente, siendo el mejor remedio para prevenir o intervenir ante un acto de violencia sentarnos a la mesa de diálogo. Tristemente, las cosas no son así o, al menos, no es del todo claro que sean así. La violencia puede atravesar las finas paredes del discurso argumentativo, contaminarlo hasta el punto en el que un argumento puede ser decididamente violento.
La violencia interna a la que se refiere en esta discusión es aquella en donde la argumentación asume formas falaces, es decir, formas falsas a través de las cuales se intenta presentar un argumento como válido cuando no lo es. En ese sentido afirma Pereda: “Con la expresión “argumentaciones violentas” aludo a aquellas argumentaciones en las que, mediante la falsificación de argumentos, se violentan, se producen de manera violenta, los convencimientos (…) (en estos casos el verbo “convencer” se suele sustituir por el verbo “seducir” en el sentido de: persuadir con maña, “conquistando”, cautivando el ánimo” (1998, p. 329). La forma más destacada, y por eso mismo, más y mejor estudiada de violencia interna en la argumentación es el estudio de las falacias, cuya vasta tradición se remonta a las Refutaciones sofísticas de Aristóteles. Las falacias son argumentos incorrectos y engañosos (Weston, 1992). Básicamente, estos razonamientos violan las reglas que se han establecido para la creación de buenos argumentos. No es el lugar ni el objetivo de este escrito enumerar, explicar y ejemplificar todas y cada una de las falacias, pero baste un botón de muestra acerca de una de las falacias más recurrentes en la argumentación y, por cierto, más frecuente en las discusiones críticas: la falacia ad hominem. Esta falacia consiste en un ataque directo a la persona del oponente y no a su argumento ni a la cualificación o autoridad que ésta tenga en relación al tema en disputa. Por ejemplo, descalificar el punto de vista del oponente por la sola razón de su orientación sexual, sus preferencias políticas, su raza, su género, su condición socioeconómica, su nivel educativo u otra diferencia que, se supone, configura y sostiene su argumentación. El error estriba en prejuzgar el argumento de modo de descalificarlo no por su estructura lógica y la fiabilidad de las premisas que lo sostienen, sino por la desacreditación que se hace de la persona que lo profiere.
El peligro de las falacias es que son tan tentadoras y tan comunes en la comunicación que muy a menudo las pasamos por alto y caemos presos en su trampa. Pero ¿por qué son formas que violentan la argumentación? Porque trasgreden los buenos razonamientos y las prácticas argumentales virtuosas tan estimadas desde antiguo, y que seguimos estimando porque son un signo de ese logos que atribuimos a lo humano. Bajo esta lógica, ser violentos en una discusión, en este caso empleando falacias, implicaría renunciar a esa facultad racional que nos habilita para llegar a ser razonables. Peor aún si atribuimos esta estratagema a un acto intencional y voluntario por parte del hablante en turno.
Esta es una de las vertientes, decía, de la violencia al interior de una argumentación. Sin embargo, existe otra vertiente que atañe a la dirección de la argumentación, a algo que Pereda (1994) denominó “vértigos argumentales”, los cuales sesgan o parcializan la argumentación debido a tres condiciones: a) eludir o hasta prohibir la expresión de otros puntos de vista o alternativas al que se sustenta (vértigo simplificador); b) la parcialidad de los conocimientos propios: todos poseemos conocimientos parciales de la realidad, no lo sabemos todo y de esos pocos saberes que declaramos o creemos saber algunos no son tales saberes, sino creencias falsas; c) la parcialidad de la atención: atender a un estímulo exige la desatención de otros estímulos, nuestra atención se focaliza en algo y se desenfoca simultáneamente de lo otro. No obstante, practicamos indebidamente la desatención de aquello que nos vendría muy bien atender para ampliar nuestra comprensión de nosotros mismos y el mundo; d) el vértigo de la autenticidad: a menudo nos engañamos a nosotros mismos en relación a los incisos anteriores, declarando que sabemos y podemos, que hemos alcanzado la verdad o una visión completa de la realidad cuando claramente no es así; a este respecto, somos movidos por un miedo que raya en la angustia al desamparo, la ignorancia y la fragilidad humana.
Al analizar las diferentes formas que asume la violencia que circunda la argumentación y la de aquella que se encuentra en su núcleo, tendemos a ignorar el hecho de que una y otra se entrelazan y, en algunos casos, se apoyan, complementan y reafirman. No pocas veces, encontramos actos de violencia respaldados por una elaboradísima argumentación plagada de falacias, una retórica de la violencia: “complicadas retóricas de la sangre, de “nuestra” hipotética raza, de la patria, de “nuestra” religión, de nuestros ideales, incluyendo la justicia y la libertad… retóricas capaces de justificar cualquier golpe o masacre como justo, legítimo o razonable” (Pereda, 1998, p. 333). Tales retóricas configuran identidades sectarias o hasta nacionales capaces de nutrir y justificar actos de violencia extrema en contra de aquellos que se identifica con un “otro” amenazante y peligroso para un “nosotros”.
Las formas de violencia externa e interna a la argumentación tienen otro punto de encuentro en las Condiciones estructurales de la imposibilidad de argumentar (Pereda, 1998). Distinguimos hasta ahora entre una violencia abierta (externa) y una violencia encubierta (interna), pero estas condiciones estructurales, pese a su notoria y escandalosa presencia, también son una forma encubierta de violencia en la medida en que atañen a condiciones de pobreza que obstruyen u obstaculizan las oportunidades para el diálogo. Quienes padecen estas condiciones estructurales desfavorables a menudo no tienen acceso a una formación que les permita adquirir los saberes proposicionales y técnicos necesarios para participar, en igualdad de condiciones con quienes sí los tienen, en una discusión crítica. Sin embargo, justo y lamentable es decirlo, esta formación en el arte de argumentar —en México, aunque la experiencia se replica en otros países de Latinoamérica— es nula o por lo menos deficiente para todos, hasta para aquellos que acceden a la Universidad; esta es una inhabilidad ligada a lo que Paula Carlino (2005) ha llamado el problema de analfabetismo académico en estudiantes universitarios cuyas dificultades para la lectura y escritura de textos académicos que implican la argumentación es notoria.
Lo que hemos aprendido y enseñado (quienes nos dedicamos a la docencia universitaria) es más bien a producir textos descriptivos y narrativos en los que el estudiante expresa lo que opina, pero no más. Son textos carentes de argumentación pues tales creencias no se apoyan en otras, no poseen un armazón argumental que las soporte. Esto ocurre no sólo en la expresión escrita, sino que puede constatarse de igual forma en la expresión oral. De acuerdo a Leal (2014), la falta de argumentación es el estado normal de cosas. No es oportuno aquí el tratar de las propuestas de intervención para tal problemática (que, dicho sea de paso, podemos y estamos obligados a abordar) pues excedería con mucho el objetivo del presente documento; tan sólo quiero hacer notar que no sólo la pobreza condiciona la desigualdad en el acceso y participación en una discusión crítica, sino que hay razones académicas desfavorables que ponen a la mayoría en desventaja frente a la minoría de quienes sí poseen tales saberes proposicionales y técnicos, porque los han aprendido, practicado y cultivado. Tales carencias suponen una clara desventaja para elaborar una argumentación solida, defenderla y analizar críticamente la del oponente, así como para juzgar el resultado de la discusión. En este sentido, en el marco de una discusión crítica, saber si un punto de vista ha sido defendido exitosamente o no, dependerá del acuerdo intersubjetivo que se asuma (véase más adelante la regla nueve: “Regla de las conclusiones”).
Esta condición de desigualdad debe preverse y, en la medida de lo posible, allanarse en el contexto de una discusión crítica. Participar en un ejercicio de esta naturaleza puede ser una excelente oportunidad para analizar, evaluar y replantear los argumentos propios frente a los de nuestro oponente; ensanchar nuestras miras y nuestros conocimientos sobre el tema en disputa y desarrollar virtudes favorables al diálogo. Hacer lo contrario por parte de quien ignora cómo argumentar correctamente —sea por falta de instrucción (que, dicho sea de paso, no inicia, aunque sí se consolida en los estudios universitarios), sea porque se vive en una situación desfavorable (como la pobreza extrema) que le impide el acceso a dicha instrucción— busca «discutir» partiendo de una ignorancia que reconoce pero que no quiere superar (p. ej., informándose acerca de un tema, permitiéndose escuchar, conocer y aprender de otras perspectivas diferentes a la suya, etc.), se inmoviliza en su postura y desde ahí descalifica, insulta y caricaturiza la persona de su oponente sin analizar sus argumentos, estaría ejerciendo una forma de violencia encubierta en la que la propia ignorancia se convierte en un arma de ataque y defensa; declaraciones como: “Tú eres el que mejor sabe del tema”, “eres el experto(a), frente a eso no tengo nada que decir”, “puesto que eres tú quién manda, dirige u ordena, te concedo la razón”, son frases al uso para este tipo de estratagemas.
En este escenario puede ocurrir que, a petición de este género de participantes, bien del moderador de la discusión, se obligue a la contraparte a “disminuirse”, es decir a simular que se disminuye en sus capacidades a fin de alcanzar el nivel del oponente menos competente. Con disimulo, se invita al “experto” a renunciar a un “pensamiento elevado o sofisticado” para luego asumir otro más cercano al utilizado por su oponente, afectado de los mismos errores lógicos y expresado en un lenguaje menos técnico y más coloquial (o bien asumiendo su estilo conversacional). Sin duda, el requerimiento normativo de la claridad en la argumentación no debe confundirse con la imposición a la que aludimos. Solicitar a los participantes que se conduzcan con claridad y competencia frente a sus adversarios, sobretodo dada la condición de desventaja a la que se hizo mención con anterioridad, no significa de modo alguno que les pidamos que igualen su razonamiento y su discurso al de su oponente. Lo primero es condición sine qua non de cualquier discusión que aspire a ser crítica; lo segundo es una violenta imposición. Otra respuesta posible ante una intervención que apele a la ignorancia es el silencio, el derecho personal al silencio. El problema, si no me equivoco, es que el silencio pese a poseer un valor comunicativo, genera ambigüedad. ¿Qué significa el silencio del otro? ¿Acaso desaprobación, enojo, conformidad, resistencia…? Por obvias razones, esto no abona a la claridad que tanto hemos subrayado. Mejor alternativa sería: guardar silencio ante la insensatez, pero justificar tal toma de postura.
La sola consideración de la ignorancia no es suficiente para justificar la violencia interna de la argumentación porque, de ser así, la educación constituiría el camino y el remedio. Pero hay individuos muy bien informados y educados en este arte y no por ello practican una argumentación virtuosa; por lo tanto, hemos de explorar el terreno ético de la disputa y las reglas que lo hacen posible.
El diálogo crítico al que hacemos referencia se inspira en el modelo pragmadialéctico de discusión. La pragmadialéctica (van Eemeren, 2006) concibe la argumentación como un acto verbal, social y comunicativo que obedece simultáneamente a un ideal filosófico de racionalidad crítica que establece un método para resolver los desacuerdos (dialéctica) y a una realidad argumental —es decir, a un atento análisis, descripción y reconstrucción cualitativo y cuantitativo— que contempla los actos verbales y no verbales que tienen lugar efectivamente en una discusión (pragmática). Desde ya, el lector podrá advertir que no siempre, o casi nunca, el ideal dialéctico se corresponde con la realidad argumental; idealizamos una discusión cuyo espíritu sea el examen crítico de las creencias de los participantes, pero constatamos los escollos y las violaciones reiteradas a las normas en los que incurren dichos participantes en una discusión. Al considerar e integrar ambas dimensiones, la propuesta apunta a salvar la brecha que las separa a fin de poder ser tanto razonables como efectivos en una comunicación que aspira a resolver una diferencia de opinión.
En este punto, es preciso aclarar que el propósito de una discusión de esta naturaleza es generar consenso entre los miembros acerca de la aceptabilidad o no de un punto de vista en virtud de las dudas o críticas que se le planteen, y sobre la sola base de los méritos de los argumentos que para tal efecto presenten las partes. No se trata de una práctica comunicativa, por ende, que busque zanjar la disputa en el sentido de terminar con ella (van Eemeren, 2006), sino de establecer un acuerdo que resuelva si la opinión disputada se sostiene frente a dudas o críticas o, de no hacerlo, si habría de ser desechada o replanteada. En este sentido, en una discusión crítica no sólo se evalúa la calidad argumental de los discursos, sino que se atiende al acuerdo intersubjetivo que establece si una discusión ha sido resuelta exitosamente.
Uno de los grandes méritos al concebir la argumentación como una práctica social y comunicativa es que se atiende a factores contextuales que pueden resultar decisivos para la resolución de un conflicto, pero que comúnmente pasan desapercibidos si el análisis se centra en los elementos verbales y no verbales de la comunicación. Toda discusión tiene lugar en un ámbito, sea formal o informal, institucional o no institucional, que le impone ciertas condiciones materiales y procedimentales para su realización. Más aun, cada ámbito comunicativo alberga una serie de prácticas que han cristalizado en su interior y que poseen características específicas. Así, por ejemplo, un ámbito como el académico prefigura ciertas condiciones para que tenga lugar una discusión, a su vez existen diferentes prácticas al interior de este ámbito que especifican los propósitos y las condiciones materiales y procedimentales para tal o cual género de discusión (oral y escrito): diálogo, debate, ensayo, artículo, etc. Normalmente no son los hablantes quienes deciden y se auto imponen tales condiciones iniciales, sino que son las propias instituciones las que se arrogan este derecho en el afán de garantizar el cumplimiento de ciertos propósitos institucionales. Condiciones y reglas pueden ser del todo explícitas (como en el caso de discusiones en el ámbito jurídico y político); ser en parte explícitas y en parte implícitas (p. ej., discusiones en contextos académicos) y quedar implícitas (como en el caso de discusiones en el ámbito familiar). Estos prerrequisitos afectarán el desempeño en cada una de las etapas en las que transcurre una discusión, de ahí que el desconocimiento de estos puntos de partida, así como su falta de aceptación por parte de los hablantes, podría arruinar la finalidad dialéctica de alcanzar un acuerdo entre las partes.
La investigación empírica de prácticas argumentales situadas nos provee de información valiosa a este respecto (van Eemeren, 2015); según ésta, lo más común es que los participantes sepan claramente cómo y en qué medida sus puntos de vista disienten, pero desconozcan cuáles son los puntos de partida en los que sí están de acuerdo y que están dispuestos a aceptar; estas coincidencias iniciales atañen fundamentalmente al propósito, las exigencias de razonabilidad, los actos verbales que se admitirán, los medios y mecanismos de resolución, entre otros. Esta falta de acuerdo vuelve improcedente y hasta inútil llevar a cabo una discusión, puesto que si no existe un mínimo nivel de acuerdo inicial entre las partes, luego no será del todo claro si lo que se busca es resolver las diferencias o más bien acentuarlas y acrecentarlas; mucho menos se sabrá de qué manera podría resolverse una diferencia de opinión. Siguiendo a van Eemeren (2006) en relación a la división de los momentos del diálogo crítico: es imprescindible que atendamos no sólo a la etapa de confrontación (etapa uno), donde un punto de vista es ofrecido y cuestionado, ni exclusivamente a la etapa de argumentación (etapa tres), donde aquél es a la vez defendido y atacado, sino a la fase de apertura (etapa dos), donde se toma la decisión acerca de la conveniencia de participar en una discusión crítica regulada y de cuáles habrán de ser las normas que regulen la discusión.
Según esto, los participantes tendrían la titularidad en la definición del proceso, sin embargo, si aceptamos que en buena medida son las instituciones las que regulan esta práctica comunicativa al imponer los fines y los medios que mejor convengan a sus necesidades e intereses, se dirá: se coarta el diálogo de antemano. Y, en efecto, es así cuando las restricciones institucionales son tales que la “solución” del conflicto está dada de antemano, en el sentido de que se impone un punto de vista, una actitud y un proceder ante el disenso, en cuyo caso el diálogo es tan sólo la simulación de un interés y una voluntad mutuos. A veces, se declara interés y compromiso, en especial de parte de la institución, pero la realidad es otra. Cuando los intereses institucionales se imponen sobre el interés que reclama una racionalidad crítica asumida por uno o varios de sus miembros, decimos que no existen las condiciones que favorezcan una discusión de esta índole.
No obstante lo anterior, es preciso que consideremos con atención el asunto del poder institucional al que aludimos, un proceder que, así descrito, sería decididamente violento. ¿En qué consiste este poder que violenta o hasta prohíbe una discusión crítica? En prácticas institucionales que no propician el diálogo, a saber, que se establezca una suerte de agenda de temas a tratar (o una forma de tratarlos) y de otros de los que está prohibido hablar; que se permita hablar de «esto» pero no de «aquello», en suma, que no se ofrezcan o se limiten los espacios institucionales para dialogar. Otra práctica institucional que puede violentar el discurso es la imposición de una línea argumental afín a un ideario y un conjunto de políticas institucionales. Quien así procede, termina siendo un cómplice de tal ejercicio de poder institucional el cual descansa en una forma encubierta de violencia, toda vez que implica una relación de sumisión por mor de la gratitud que se tiene hacia ese individuo o grupo que ha donado algún bien o servicio en aparente gesto de generosidad y al cual es imposible corresponder. En el ámbito académico, un ejemplo podría ser la gratitud hacia una institución educativa que impulse a un profesor a aceptar la norma (inaceptable) de no hablar de ciertos temas en clase o de utilizar sólo ciertas estrategias o materiales didácticos y que, en el peor de los casos, argumente a favor de tal postura como si se tratara de una norma legítima y razonable. Desde luego, semejante actitud también puede ser motivada por las ganancias personales que ello trae consigo hasta por el miedo a las consecuencias desfavorables de no hacerlo.
Si consideramos que el diálogo necesita reglas de operación y si los participantes asumen de antemano un compromiso normativo al respecto, luego no debe interpretarse que, por ejemplo, el moderador de una discusión (acaso un representante institucional) está violentando a una o ambas partes gracias un poder institucional que le faculta para interrumpir el diálogo porque se transgredió alguna de las normas previamente aceptadas. El diálogo requiere de control y disciplina y, me atrevería a decir, de cierto grado de coerción. En el contexto de una discusión en clase, por ejemplo, un maestro no puede dejar que sus alumnos hablen “a la ligera”. Que expresen lo que quieran, pero que lo hagan bien, en este caso, que argumenten y que se preocupen por hacerlo cada vez mejor. Los alumnos participantes lo saben porque previamente se han explicitado las reglas procedimentales y, si apelamos a su buen sentido crítico, admitirán que sólo así se garantizan las condiciones de posibilidad de tal discusión.
Las reglas para una discusión crítica (van Eemeren y Grootendorst, 1984) se caracterizan porque su validez no depende exclusivamente de criterios lógicoformales que garanticen la racionalidad de una discusión, evitando así los “vértigos argumentales” que postula Pereda (1994), sino que, si asumimos que la argumentación es una práctica comunicativa que busca ser efectiva en la resolución de un conflicto, entonces es válido que estas reglas posibiliten su resolución así como un consenso intersubjetivo al respecto. Estas reglas dan lugar a un código de conducta para el comportamiento razonable y efectivo en la discusión, reglas a las que no sin ironía se les denomina los “Diez mandamientos de una discusión crítica” (van Eemeren y Grootendorst, 1984), los cuales se enuncian a continuación:
La respuesta a esta pregunta requiere que ponderemos, por un lado, la serie de vínculos que incluyen y excluyen argumentación y violencia y, por el otro, de la evaluación de aquellas circunstancias en cuyo seno la puesta en juego de una discusión crítica es improcedente o infructuosa.
Si la razón argumental no es inmune a la violencia, sino que, precisamente, según vimos, puede adquirir una forma violenta, o bien puede apoyar o complementar otras formas de violencia bruta (a través de la ideología), ¿será acaso que debamos renunciar a ella como un medio para gestionar los desacuerdos real o potencialmente violentos? ¿Sigue siendo un medio válido y confiable para prevenir la violencia o es que, por estar contaminada por la misma, no puede evitar aquello que la constituye? La objeción que planteo a estas dudas surge de la identificación entre argumentación y violencia: la argumentación no es otro rostro de la violencia, pues aunque pueda verse contaminada por la misma, ya sea en su contenido, forma o estructura, ello no significa que la violencia sea un elemento constitutivo o constituyente de la razón. Todo lo contrario, la razón es capaz de expulsar a la violencia a condición de que quienes la utilicen como un medio para la discusión acepten, respeten y practiquen una ética de la disputa, en donde las condiciones y reglas de las que tratamos en este texto cobren vida.
La otra respuesta a la pregunta del encabezado alude a aquellas circunstancias en las que el diálogo no es posible porque no están dadas las condiciones para que ocurra, o si las hay no es conveniente que tenga lugar. Ante la inminente violencia de quien amenaza con quitarnos la vida de forma individual o colectiva, lo que mejor vale y lo que resulta más sensato no es hablar, sino correr. Habrá que tomar distancia para luego evaluar si es posible o no entablar un diálogo; de lo contrario, lo más conveniente será pedir a un tercero que decida por nosotros.
La misma decisión aplica en un escenario en que el sí estén dadas las condiciones para la discusión, pero una o ambas partes se nieguen a aceptar o a respetar las reglas que regulan cualquiera de sus etapas. Cuán a menudo el diálogo, tal como practicamos en distintos espacios, públicos y privados, no es más que la fachada que oculta una falta de compromiso y voluntad mutuos por resolver los desacuerdos que obstaculizan la convivencia pacífica. Simulamos una práctica en la que atribuimos razonabilidad al discurso de los participantes; damos por sobreentendido que quien participa en un diálogo acepta necesariamente las reglas y los medios, asumimos la existencia de una serie de condiciones y prerrequisitos que no siempre se cumplen. En suma, desatendemos este punto de partida inicial sin el cual no será posible conducir una discusión razonable de principio a fin. El diálogo o discusión crítica termina siendo el escenario en el que los actores reafirman sus puntos de vista y actitudes en torno al asunto en disputa. Dialogar implica la disposición a ser cuestionado, desenmascarado y, quizás, transformado por el otro o, mejor dicho, por los argumentos del otro. De ahí su complejidad y, al mismo tiempo, su grandeza. Por ende, de no contar con estas condiciones iniciales, y no pudiendo convencer a las partes de lo contrario, lo mejor y más conveniente será que no tenga lugar el diálogo por lo inútil e infructuoso que podría resultar.
Argumentación no es sinónimo de violencia, ni es una forma más de la violencia, aunque puede establecer vínculos externos e internos con la misma. Los primeros son evidentes, los segundos son más bien encubiertos y atañen a las formas en que la argumentación transgrede las normas de una discusión razonable. Una perspectiva normativa de la argumentación nos proporciona un modelo ideal para detectar, analizar y evaluar tales jugadas argumentativas falaces, para poder luego prevenirlas; en cambio, desde una perspectiva descriptiva podemos advertir que en las diversas prácticas argumentales ocurren todo tipo de estrategias o maniobras que no siguen sólo un ideal de razonabilidad sino también de efectividad. No sólo buscamos ser razonables sino también ser eficaces en la comunicación (Cassany, 2006) o, mejor dicho, buscamos ambas cosas cuando participamos en una discusión crítica. En tal sentido, la perspectiva pragmadialéctica de la argumentación (van Eemeren, 2015) ha mostrado a través de una serie de investigaciones empíricas en diferentes ámbitos que existe un maniobrar estratégico en el que se vinculan razonabilidad dialéctica y efectividad retórica, con la finalidad de lograr un acuerdo entre los agentes en disputa. ¿De qué manera se logra ser razonable y a la vez efectivo en una discusión? ¿Acaso lo uno desmiente lo otro? ¿Deberíamos seguir hablando de razonabilidad para un convencimiento que integra la falsificación de buenos argumentos? Las respuestas a estas preguntas deben comenzar de la redefinición de lo que entendemos por “razonable”.
Una concepción crítica de lo razonable, tal como la define la teoría pragmadialéctica (van Eemeren, 2011), postula que ser razonable no es sólo adherirse a las reglas que la lógica postula para la construcción y evaluación de buenos razonamientos; tampoco de lo que la gente piense y defina como razonable, según su contexto sociocultural. Ser razonable significa integrar los dos aspectos anteriores de forma tal que podamos resolver nuestros problemas siguiendo un procedimiento idóneo y, a la vez, aceptar mutuamente tanto los medios como el resultado de tal intercambio comunicativo. Para ilustrar esta idea, valga el ejemplo propuesto por Chaim Perelman y Lucie Olbrechts Tyteca en su Nueva retórica (citados por van Eemeren, 2011): una mucama se negaba a poner la mesa para once invitados puesto que sostenía que once es un número de mala suerte. Su patrona logró convencerla al aclararle que no era el once, sino el trece el número de mala suerte. La discusión logró su cometido, aunque pueda dudarse de la razonabilidad de la argumentación empleada. Sin embargo, a partir la definición crítica de lo razonable que citáramos, afirmamos que la discusión puede calificarse como razonable porque permitió el intercambio comunicativo —la patrona buscó convencer a su empleada—, y la aceptabilidad mutua, gracias a la apelación a un contexto comunicativo específico: en el terreno de la superstición el 13 es un número de mala suerte.
En definitiva, esta definición crítica de lo razonable debería llevarnos a replantear la perspectiva normativa desde la cual concebimos al diálogo o discusión crítica. No es que con ello desaparezca dicha perspectiva, sino que se vuelve permeable a jugadas argumentales que pueden ser calificadas como retóricas. Con ello, quizás algunas falacias no serían consideradas como tales, o sólo lo serían bajo ciertas circunstancias en las que se prescindiera por completo de las reglas del contexto comunicativo. Así, la violencia interna o encubierta en la argumentación sería más bien posible, pero no necesaria. Si lo que se busca es lograr convencimiento infringiendo una o varias de las reglas que regulan una discusión, entonces la violencia se hace presente dentro de la argumentación. Utilizando el mismo criterio de razonabilidad, tal vinculo de posibilidad aplica para la violencia externa a la argumentación: sin duda, nada justifica la necesidad de una violencia verbal para dirimir un conflicto de opinión; más aún, nada justifica la existencia necesaria de aquellos discursos que dan fundamento e intensifican los actos de violencia más o menos brutales.
Por más complicaciones, limitaciones y descalabros que entrañe la realización de una discusión crítica, según lo analizamos, vale la pena seguir afrontando nuestras diferencias a través de la argumentación, ya que es la opción ética más conveniente que disponemos para superarlas.
Cassany, D. (2006). Tras las líneas: Sobre la lectura contemporánea. Barcelona: Anagrama.
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