ISSN: 2594-2751

El concepto de “fuerza” en el pensamiento de Simone Weil

Anakaren Rojas Cuautle

ABSTRACT

Este ensayo sigue el itinerario filosófico de Simone Weil utilizando como hilo conductor el concepto de «fuerza». Ésta rige las relaciones del mundo material y social generando el sentimiento de desdicha. El primer lugar de contacto entre el hombre y la fuerza es la fábrica, lugar donde surge la opresión. Aunque la fuerza es un mecanismo que recorre toda la historia tiene un límite, la gracia. Weil inserta el elemento religioso a través de la desdicha, pues ésta tiene una función pedagógica, fija la mirada en un orden de realidad superior. El ser humano que ha sido tomado por Dios, a través de la gracia, debe ocupar un puesto político para que el Bien, la Justicia y la Verdad desciendan. 

Palabras claves: Fuerza, desdicha, gracia, atención, Dios. 

Introducción

El creciente interés en la lectura, recepción y revisión de la obra de Simone Weil, obedece a las distintas problemáticas que su pensamiento abarca, desde la opresión social hasta la mística y el encuentro del hombre con Dios. En Febrero de 1943, algunos meses antes de morir, en una carta a sus padres afirma: “Habría que escribir cosas eternas para estar seguros de que serán de actualidad” (2000, p. 178). 

Un siglo después y en un continente distinto, la filosofía de Simone Weil es de sorprendente actualidad. Vivimos, como ella lo afirmó, en una época privada de porvenir. La expectativa de lo que vendrá ya no es esperanza, sino angustia. El fantasma de la violencia recorre impunemente cada rincón del país, camina con la rapidez y destrucción de un huracán que deja la huella de la muerte. 

Durante la primera mitad del siglo XX, la filósofa francesa vivió uno de los momentos más difíciles de la historia humana, pues dicha época se caracterizó por ser esencialmente violenta. Weil miró de frente a la catástrofe, penetró en ella y encontró en Dios un resquicio de luz para vencer la aterradora oscuridad bélica. Esta pensadora se alejó de los círculos intelectuales de la época para sumergirse en la realidad, escogió a los pobres y a los desdichados como compañeros de vida. Ella hizo de la filosofía acción, convirtió el pensamiento en un ejercicio ético que se encuentra íntimamente ligado a la liberación de la opresión social. 

A partir de sus múltiples experiencias y del análisis que de éstas se desprende, la autora creó un concepto cuya comprensión es importante para navegar en las aguas intempestivas de su pensamiento: la fuerza. Ésta es un mecanismo que genera violencia, somete a los seres humanos, es la fuente de la opresión. La fuerza trae consigo la desdicha, que abraza y asfixia lentamente a quien la sufre. Ya que se trata de un mecanismo completo que domina todo lo que hay, Weil recurre al plano sobrenatural (fruto de sus experiencias místicas) para encontrar en la gracia el elemento que puede suspender la fuerza y, con ello, el dolor. 

A partir de un pensamiento tan revolucionario, pero a la vez sensible, utilizando como pistas cartográficas sus conceptos filosóficos-místicos, es posible repensar la situación social que adolece nuestro país fijando especial atención a los individuos que creen dominar la fuerza y la aplican sin rigor a otros seres humanos. 

La filósofa de la desdicha

Antes de ser filósofo se es solamente—pero hay que serlo— un hombre

María Zambrano

La filosofía, de acuerdo a Simone Weil, “tiene que ver con el obrar, es pensamiento que se traduce en acción” (Revilla, 2010, p.60). Cada concepto, cada idea y cada palabra que son pronunciados por esta filósofa adquiere relevancia en su vida, por esto se vuelve imprescindible revisar de cerca su fascinante y corta existencia. En ella encontramos, de acuerdo a la profesora española Carmen Revilla, “un amor por la realidad y un deseo de vivirla hasta el fondo” (2010, p. 13). 

En su tesina de licenciatura, Weil afirma: “El pensamiento cartesiano no está hecho para que se le pueda comentar desde fuera, todo comentarista debe pasar por lo menos por un momento cartesiano” (2006, p. 44). Para estudiar una teoría filosófica, el lector debe situarse en su centro, de esta forma podrá bañarse en ella. Si se le mira de lejos, como cuando se contempla la lluvia, a través de la ventana, en el resguardo de la habitación, no se le comprenderá ya que se carecerá de lo más importante: el contacto. Quienes se han atrevido a analizar el pensamiento weiliano desde la periferia han llegado a conclusiones extremas. Por ejemplo, Paul Giniewski escribe en (1999) que la pensadora francesa poseía un gran rechazo hacia sí misma, una tendencia muy cercana al masoquismo. En la misma línea, José Antonio Marina (2001) se refiere a Weil como una figura patética llevada hasta el extremo de la inmolación. Por otro lado, Charles Moeller (1981) cree que la teoría weiliana es consecuencia de una maternidad maternidad frustrada. Incluso el psiquiatra Robert Coles (1999), hablando sobre las experiencias místicas de Weil, sugiere la esquizofrenia. Para alejarse de estas interpretaciones radicales es necesario situarse no sólo en el pensamiento de Simone Weil, sino en su vida, pues en esta esfera la filosofía hunde sus raíces y cosecha sus frutos más jugosos. La vida y el pensamiento de Simone Weil siguen, de acuerdo a Emilia Bea, un itinerario de tres etapas fundamentales: “la búsqueda de la verdad, el asombro ante la belleza del mundo y una extrema vulnerabilidad frente al sufrimiento” (2010, p. 21).

Simone Weil nació en París el 3 de febrero de 1909 y murió en Ashford, Kent (Reino Unido) el 24 de agosto de 1943. Su familia es de origen judío aunque fue educada en un completo agnosticismo. Hermana menor de André Weil, importante matemático del siglo XX, quien —de acuerdo a la pensadora— tuvo una prodigiosa infancia, casi como la de Pascal. Las extraordinarias habilidades del hermano la hicieron darse cuenta de sus limitadas capacidades, es por ello que a la edad de 14 años tuvo una profunda crisis de la cual sólo se recuperó cuando descubrió que “el acceso a la verdad depende única y exclusivamente del deseo y la atención” (Revilla, 2010, p. 20). 

Con esta certeza se inscribió en La Escuela Normal de Estudios Superiores, donde su constante deseo y búsqueda de la verdad la convirtieron en un personaje no muy agradable, ni para sus compañeros ni para la administración. En esa época adquirió un apodo que refleja la imagen poco grata que sus contemporáneos tenían de ella: la virgen roja. Simone de Beauvoir, compañera de generación, fue un poco más benevolente, en sus memorias se refiere a ella como un ser cuyo corazón es capaz de latir por el universo entero. 

De 1931 hasta 1934 impartió clases en distintos liceos. Pese a que era una profesora entregada y sus alumnas le admiraban, cambió continuamente de residencia debido a los escándalos que causaba su íntima relación con los movimientos sindicales: encabezaba marchas, ensañaba a los obreros, protagonizaba tertulias, escribía artículos sobre los derechos laborales. La cercanía con este sector no era suficiente, así que decidió abandonar la docencia para trabajar en las fábricas y conocer la vida obrera desde el interior. 

En diciembre de 1934 comenzó su trabajo en una fábrica en Alshom, después en Carnaud et Forges de Basse-Indre, por último fue empleada en la Renault; estas experiencias le permitieron analizar los diferentes mecanismos de opresión del hombre por el hombre y también del hombre por la máquina. Los meses que pasó en las fábricas influyeron decisivamente en su pensamiento, ya que en estos lugares recibióla marca de la esclavitud. En 1936 Simone Weil asistió como periodista a España, donde se estaba librando la Guerra Civil; se incorporó al frente de Aragón, pero un accidente a causa de su miopía le devolvió, en contra de su voluntad, a Francia. 

A partir de 1937 y hasta el año de su muerte se gestó el periodo más importante de su producción intelectual. Un día antes de la ocupación nazi, junto a su familia, abandonó París y se reubicó en Marsella, donde trabajó en la vendimia para conocer de cerca la vida de los campesinos, con quienes estableció una íntima amistad. Posteriormente viajó a Nueva York. En América, Weil se sintió incómoda, deseaba regresar a Europa y defender a su país del nazismo; logró viajar a Londres donde esperó alistarse en alguna misión peligrosa en las filas de la Francia Libre, pero sólo le ofrecieron un lugar como oficinista.

En Europa trabajó arduamente, escribió artículos, notas personales, cartas e informes. El ardiente deseo de regresar a su país y la frustración de no poder hacerlo, así como la excesiva cantidad de trabajo, provocó un descuido en sus necesidades más básicas. Víctima de tuberculosis, ingresó al hospital en abril de 1943. Aunque la cura a su enfermedad consistía en una buena alimentación, ella se negó a recibir una porción mayor a la que consumían sus compatriotas en la Francia ocupada. Poco a poco su situación se agravó hasta entrar en coma y murió a los 34 años. 

La mayor parte de su obra no se publicó sino hasta después de su muerte. En sentido estricto, podemos afirmar que Weil no escribió libros, sino reflexiones o artículos anotados en cuadernos que dejó en manos de familiares y amigos, quienes se ocuparon de clasificarlos o reagruparlos, editándolos en volúmenes a los que el editor puso nombre. Por lo tanto son textos de una lectura difícil, que en algunos puntos se contradicen; a veces habla de conceptos que aún no ha explicado o utiliza una palabra en diversas acepciones. Aunque para el investigador sus escritos representan un reto, los artículos, las cartas, y en especial los diarios y notas personales nos permiten ser testigos de la evolución de su filosofía. 

Simone Weil es la filósofa de los desdichados. Se alejó del ambiente intelectual de la época para sumergirse en las profundidades de la sociedad; eligió a los pobres como compañeros de vida. Su pensamiento tiene como punto de partida una reflexión social porque buscaba, a través de la filosofía, cambiar las condiciones de vida de las clases menos favorecidas; en su caminar se encontró con Dios. En Portugal (1936) y posteriormente en Italia (1938) tuvo una serie de experiencias místicas que la acercaron al catolicismo, aunque nunca se bautizó en esta religión; las reflexiones que surgen de estas vivencias influirán sus últimos escritos.

Estos apuntes biográficos nos permiten ver cómo Simone Weil, a diferencia de lo que afirman sus detractores, era consciente de que para pensar y transformar la realidad es necesario experimentarla en su más profunda crueldad, sin embargo, su constante presencia en los círculos desfavorecidos no limitó su actividad intelectual, por el contrario, la enriqueció. Las vivencias que ganó en la fábrica, la vendimia, la guerra y el exilio la conducirán a un par de conceptos que podrían considerarse como el centro de su pensamiento: la fuerza y la desdicha.

El inicio del pensamiento, la fábrica

Parece que el hombre nace esclavo y que  la servidumbre es su condición propia

Simone Weil

La experiencia de Weil en la fábrica influyó fuertemente en la gestación de su pensamiento. El fruto intelectual de las arduas jornadas de trabajo quedó reflejado en el compendio que reúne Robert Chenavier titulado donde se encuentra el en el cual la autora describe con una sorprendente lucidez todo lo que le rodea: sus sentimientos después del día laboral, el comportamiento de los jefes, apuntes sobre los familiares de sus compañeros; también dibuja las máquinas y algunas piezas, asimismo presenta un análisis sobre la dinámica de la vida obrera. 

En la carta autobiográfica que escribe al dominico Jean Couturier se encuentra el siguiente pasaje: 

Estando en la fábrica, confundida a los ojos de todos, incluso a mis propios ojos, con la masa anónima, de los otros entró en mi alma y en mi carne. Nada me separaba de ella (…). Lo que allí sufrí me todavía hoy, cuando un ser humano (…) me habla sin brutalidad no puedo evitar la impresión de que debe haber un error (…). como la marca de hierro candente que los romanos ponían en la frente de sus esclavos más despreciados. Desde entonces me he considerado una esclava. (Weil, 2004, p. 40)1. 

La debilidad de su cuerpo, los constantes dolores de cabeza y la torpeza motriz aumentaron la pesada carga del trabajo manual. Weil descubrió que la opresión de la fábrica no siembra en la víctima el febril deseo de la revolución, por el contrario, transforma al obrero en una dócil bestia de carga. 

Hay dos aspectos fundamentales que llaman la atención de Weil: la forma en la que se experimenta el tiempo, el cual transcurre monótonamente, y la necesidad de acatar órdenes a veces contradictorias; con ello se vuelve imposible comprender lo que se está haciendo. La fábrica captura al hombre y elimina de él cualquier rastro de humanidad volviéndole un esclavo.

Las cursivas son propias, ocurre así en esta cita y en todas las sucesivas en que se utilicen. 

El problema no se encuentra en el trabajo, ya que éste es una acción privilegiada del hombre, permite que el pensamiento y la acción se unan, hay un intercambio de energía entre el ser humano y el medio en el que vive. De hecho, desde su tesina de licenciatura, Simone Weil tenía una particular noción del trabajo: “(…) yo soy siempre dos: por una parte, el ser pasivo objeto del mundo, por otra el ser activo que lo aprehende (…). Cierto que yo puedo unirlos directamente, puesto que en eso consiste precisamente la acción (…) para llamarla por su verdadero nombre, el trabajo” (Weil, 2006, p. 83).

A través de la acción, concretamente del trabajo, la razón aprehende el mundo; desde su tesina Weil privilegia el trabajo manual: “Los trabajadores lo saben todo; mas fuera del trabajo, no saben que dentro de él han poseído la sabiduría total” (2006, p. 95). La organización de las fábricas es lo que aniquila al ser humano. Las máquinas y la relación de subordinación convierten a los empleados en materia inerte. La vida social, la política, e incluso las relaciones internacionales recrean este esquema, ya que subordinan al individuo frente a una colectividad; el ser humano es privado de la inteligencia, del saber, del método “en beneficio de un mecanismo inerte como es la imagen de la sociedad actual” (Revilla, 2010, p. 42).

En la fábrica, el hombre desconoce las condiciones naturales de su existencia; la innovación, la creación de sí mismo y la superación son aniquiladas por los mecanismos de opresión, pero generados a su vez por el ejercicio del poder que desequilibra la relación que existe entre los seres humanos: “(…) poseer poder consiste solamente en poseer los medios de acción” (Weil, 2014, p. 14). 

La carrera por el poder esclaviza a todo el mundo, su búsqueda y en especial el deseo de conservarlo, excluye cualquier consideración convirtiendo al ser humano en un objeto, no importa si sufre el poder se le ejerce, el hombre siempre será su esclavo. Cada vez que la vida de un individuo depende de otros factores (como en la fábrica) también lo hará la inteligencia, el juicio, y la resolución.

Es en este punto donde Weil se convierte en una aguda crítica del pensamiento de Marx. La autora cree que hay dos aspectos sólidos en la teoría del pensador alemán que ella misma retoma para su análisis: a) El método, estudio científico de la sociedad y de las fuerzas que interactúan con ella; b) El análisis de la sociedad capitalista. El resto del pensamiento marxista es inconsistente. El filósofo teutón ignora el elemento principal a eliminar: la opresión y el uso indiscriminado del poder; Marx sólo toma en cuenta su aspecto económico, la plusvalía. 

Lo importante no es conocer quién posee los medios de producción, sino cómo se organiza la producción; la raíz de la opresión está en la tecnología y el régimen producido, los cuales impiden al obrero dominar su tiempo de trabajo y tomar conciencia de su libre actividad. Weil afirma que la desaparición de la propiedad privada no trae necesariamente el fin de la opresión, ya que ésta no se encuentra en los medios de producción, sino en la cultura moderna. Finalmente, el materialismo expresa la influencia de la realidad sobre la teoría, “convirtiéndose en el mejor ejemplo de sus tesis acerca de la subordinación del pensamiento a las condiciones económicas” (Mattié, 2012, p. 4).

El verdadero problema, según la filósofa francesa, se encuentra en la división que existe entre el trabajo manual y el intelectual. Mientras haya personas que dirijan y otras que ejecuten habrá opresión de las primeras sobre las segundas. En este punto interactúan elementos no sólo económicos (como lo afirmó Marx), sino también sociales y culturales; la opresión cumple una función social: el progreso económico. Incluso en la URSS, opina la autora, la victoria de la revolución sólo cambió una forma de opresión por otra.

En el análisis (1934) Weil traza el propósito de todo su pensamiento: la abolición de la opresión social, cuestión que será posible trasformando las condiciones materiales de la existencia humana hasta establecer un equilibrio entre los que mandan y los que obedecen. Para ello tendrá que investigar detalladamente cómo funciona ese mecanismo no sólo social, sino especialmente natural, que fundamenta la opresión: la fuerza. 

El dominio de la fuerza 

La experiencia de Simone Weil en la fábrica y su aguda mirada la hicieron comprender que la autonomía obrera no sólo se encuentra en la liberación de los medios de producción como lo sugiere Marx. Hay un elemento fundamental que se debe analizar detalladamente para entender no sólo cómo funciona la dinámica en la fábrica, sino también en la vida social. Weil encuentra que el poder, su búsqueda y conservación, convierte a los seres humanos en esclavos de un mecanismo superior, pues “el poder es sólo la capacidad, en determinadas circunstancias de ejercer y manejar la fuerza” (Revilla, 1995, p. 48). 

La fuerza es un concepto esencial en el pensamiento weiliano; la filósofa la identifica como “el principio que rige la materia y la domina” (Revilla, 1995, p. 48). En este sentido, todo poder es frágil porque desea extenderse más allá de lo que puede controlar. Los medios humanos que intentan dominar y controlar la fuerza son sólo mecanismos ciegos de acción que, es preciso recordarlo una vez más, convierten en objeto a sus víctimas, pero especialmente a quien lo ejerce, porque vive en el engaño, pues así “implacable como la fuerza aplasta, así implacablemente embriaga a quien la posee o cree poseerla” (Weil, 2005, p. 187).

En 1939 Weil escribe un ensayo intitulado donde analiza detalladamente cómo este mecanismo domina la vida en general, pues su imperio es tan grande como el de la naturaleza: “El alma humana sin cesar aparece modificada por sus relaciones con la fuerza, arrastrada, cegada por la fuerza de que cree disponer, doblegada por la presión de la fuerza que la sufre” (Weil, 2005, p. 183).

No es un documento histórico, sino un espejo puro que nos permite analizar cómo la fuerza ha dominado y continúa dominando la vida humana, ella es el centro de la historia. En esta epopeya se encuentra la descripción poética de los dos niveles de la fuerza: “La fuerza que mata es una forma sumaria, grosera de la fuerza. Mucho más variada en sus procedimientos y sorprendente en sus efectos es la otra fuerza, la que no mata, es decir, la que no mata todavía. Matará seguramente, o matará quizás o bien está suspendida sobre el ser al que en cualquier momento puede matar (…)” (Weil, 2005, p. 185). 

La fuerza en su segunda acepción (aquella que se presenta en la fábrica), al volar sobre su víctima como un ave de rapiña, transforma al individuo en piedra; un ser humano es degradado a la calidad de cosa: él está vivo, aún tiene alma, pero es un objeto. No sólo en la fábrica la fuerza esclaviza al hombre, narra perfectamente otra situación donde este mecanismo destruye a la humanidad: la guerra. 

En la vida de Simone Weil, la presencia del conflicto bélico es constante. A los cinco años sufrió los estragos de la Primera Guerra, debido al desequilibrio social de la Segunda tuvo que abandonar Francia e incluso, como se describió con anterioridad, participó como combatiente en la Guerra Civil Española. De estas experiencias infiere que la guerra es un mecanismo impersonal donde los seres humanos están irremediablemente expuestos a la fuerza. 

La fuerza es la verdadera protagonista de los conflictos bélicos, ella actúa (al igual que en la fábrica) sobre las víctimas y también sobre los verdugos. Llevada hasta el extremo de la locura, como sucede en el campo de batalla, la fuerza embriaga a los combatientes y los conduce a un mundo onírico donde el pensamiento se evapora. Entre el ruido y la polvareda se pierde el valor de la vida humana, entonces no hay nada más natural que matar. 

La guerra reproduce las relaciones sociales como “un juego de fuerzas esencialmente deshumanizador” (Revilla, 2010, p. 53), en este desolador escenario un hombre desnudo y desarmado sobre quien se dirige un arma, antes de ser alcanzado, es ya un cadáver. La fuerza hipnotiza, ciega a los valientes actores y los conduce al pozo profundo de la imaginación: “(…) la guerra es el triunfo del sueño sobre la realidad en medida en que se pierde la conciencia de uno mismo y de los demás, por eso (…) en la guerra todos, vencedores y vencidos, viven bajo el imperio de la fuerza, tanto quienes la sufren, hasta hacer de ellos seres inermes, como quienes ilusoriamente creen manejarla, extendiendo la atmósfera de pesadilla en la que se desarrolla la existencia” (Revilla, 2010, pp. 53-54).

Sin embargo, al finalizar Weil afirma que la fuerza es necesaria, “no es posible amar y ser justo si no se conoce el imperio de la fuerza y no se sabe respetarlo” (2005, p. 212). Gracias a ella surge el sentimiento de la miseria humana, es decir, de la desdicha.

En el frente de Aragón, en el exilio y especialmente en la fábrica, la filósofa francesa experimentó en carne propia este particular sufrimiento: 

Tenía el alma y el cuerpo hechos pedazos; había marcado mi juventud. Hasta entonces, no había tenido experiencia de la desdicha, salvo de la mía, que, por ser mía, y que no era, por otra parte, sino una desdicha a medias, puesto que era biológica y no social. Sabía muy bien que había mucha desdicha en el mundo, estaba obsesionada con ella pero nunca la había constatado por un contacto prolongado (Weil, 2004 p.40).

La desdicha es un elemento fundamental en el pensamiento weiliano, se trata del gran enigma de la vida que para poder ser comprendido en su totalidad debe ser experimentado en primera persona. En ella se tiene un contacto real con la fuerza, por eso hay una alianza natural entre la desdicha y la verdad.

La fuerza evoca la necesidad de ‘los baños calientes’; toda la vida, todo el poema de , transcurre fuera de los baños calientes. Quien recuerda estos lugares se siente perdido, a esto Weil comenta: “En verdad estaba lejos de los baños calientes el desdichado” (Weil, 2005, p. 184). Este fatal sentimiento sólo puede ser descrito por quien lo sufre en el momento mismo del brutal contacto; la pensadora francesa se alejó de los círculos intelectuales de la época para poder sumergirse en el corazón mismo de la desdicha por medio de las largas jornadas de trabajo, de la angustia bélica, de las agobiantes noches de exilio. 

La desdicha es un estado donde la persona es mutilada de forma irreversible, su ser se degrada a la condición de objeto. Viene acompañada del dolor físico, sin embargo no se limita a él, también está cercana a la degradación social (v. gr. la fábrica, la guerra). En las oscuras entrañas de la desdicha no hay cabida a la compasión, quien la sufre no puede ni ayudarse a sí mismo, siente una profunda repulsión por su ser, rechaza cualquier tipo de auxilio. Este sentimiento construye una barrera impenetrable entre el hombre y sus congéneres. Trae consigo un desarraigo de la vida, un equivalente a la muerte que mantiene postrado a su víctima.

En la desdicha, el individuo es sometido a una fuerza casi destructiva que se adhiere en el fondo de su corazón para herirle brutalmente, es el hierro candente que quema, es la angustia que exaspera, es desprecio, es hastío, es la desesperación y la culpabilidad que asfixian con abrumante lentitud. Es el dolor conducido hasta la locura. La verdad de la existencia se sufre con brutalidad en la desdicha.

No obstante al sufrimiento causado, la desdicha tiene una función pedagógica: permite conocer la realidad. Se trata, por lo tanto, de un privilegio. Este sentimiento marca distancia con el creador, gracias a ella el hombre orienta la mirada hacia lo que necesita y carece: la presencia de lo divino. Es por ello que la desdicha supone un acceso a una realidad de otra dimensión. Simone Weil recurre a la metáfora del clavo para relacionar la experiencia del dolor con la percepción de la belleza del mundo, ya que a través del impávido contacto el alma puede orientar la mirada: 

Cuando se golpea un clavo con un martillo el impacto recibido por la cabeza del clavo pasa íntegramente al otro extremo, sin que nada se pierda, aunque aquel no sea nada más que un punto (…). La extrema desdicha, que es a la vez dolor físico, angustia del alma y degradación social, es ese clavo. La punta está aplicada al centro mismo del alma. La cabeza del clavo es la necesidad repartida por la totalidad del tiempo y el espacio. La desdicha es una maravilla de la técnica divina. Es un dispositivo sencillo e ingenioso que hace entrar en el alma de una criatura finita esa inmensidad de fuerza ciega, brutal y fría. La distancia infinita que separa a Dios de la criatura se concentra íntegramente en un punto para clavarse en el centro de un alma (1995, p. 82).

En el punto del impacto, el desdichado puede percibir la distancia con su creador, pues ésta se muestra cuando, rodeado de desgracia, el hombre escucha el silencio del mundo. “Allí donde los desdichados son amados, Dios está presente” (2004, p. 94). Sin embargo, la desdicha no siempre cosecha sus correspondientes frutos, pues se necesita mantener, aún en el centro del dolor, en la pérdida de la conciencia que éste provoca, una voluntad de amar para así poder dar un buena orientación a la mirada: “Se estaría a menudo tentado de llorar lágrimas de sangre, viendo cómo la desdicha aplasta” (2004, p. 88). 

Los límites de la fuerza: la atención y la gracia

Puedo decir que en toda mi vida, jamás, en ningún momento, he buscado a Dios.

Simone Weil

De 1936 a 1938, el camino que Simone Weil había recorrido junto a los desdichados la condujo a una realidad hasta entonces desconocida por ella. Así lo narra en la carta autobiográfica antes mencionada: 

Con este estado de ánimo [la desdicha ocasionada por el trabajo en la fábrica] y en unas condiciones físicas miserables (…) allí [en un pequeño pueblo de Portugal] tuve de repente la certeza de que el cristianismo era por excelencia la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos. En 1937 pasé en Asís dos días (…) en la pequeña capilla (…) de Santa , (…) algo más fuerte que yo me obligó, por vez primera en mi vida, a ponerme de rodillas. En 1938 pasé diez días en Solesmes (…). Tenía intensos dolores de cabeza y cada sonido me dañaba como si fuera un golpe; me permitía salir de esta carne miserable, dejarla sufrir sola, abandonada en su rincón, y encontrar una alegría pura y perfecta en la insólita belleza del canto y las palabras. Esta experiencia me permitió comprender mejor, por analogía,. Evidentemente, en el transcurso de estos oficios, el pensamiento de la pasión de Cristo (2004, pp. 40-41). 

Más que una conversión, esta serie de experiencias le permite continuar en el camino del pensar que ella misma había trazado. Desde que Weil comienza a tejer los hilos de su filosofía, se percibe, por la exposición prolongada al mundo y por la importancia que le concede a la atención, una predisposición a lo sagrado que a partir de este momento se hará explícita. No se trata de un giro en el pensamiento, más bien, se desarrollan mayores cargas de profundidad. Después de estas vivencias, Weil integra a su pensamiento filosófico y social un elemento sobrenatural, el cual estará influenciado aunque no limitado al catolicismo. Pese a que la misma Simone Weil afirma que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, y se reconoce a ella misma como una esclava, mantendrá distancia respecto a las opciones de la conversión y el bautismo. El sacerdote J. M. Perrin insistirá en bautizarla en múltiples ocasiones, pero ella se negará principalmente porque cree que al ser parte de un cuerpo religioso en específico, se podría alejar o crear prejuicios sobre otras ideologías. Weil creía que las religiones, sin mencionar alguna en específico, tenían problemas para concretar los misterios divinos. En la práctica, las religiones suelen ser imperfectas (los fieles, las ceremonias, el aparato burocrático), lo cual crea dudas sobre la existencia real de dicho fenómeno; sin embargo, es importante no olvidar que “las verdades religiosas son puras por derecho, teóricamente, por hipótesis, por definición. Son de una pureza incondicionada, a pesar de que su concreción no esté a la altura” (Otón, 2016, p. 73).

La pensadora francesa extiende sus lecturas religiosas no sólo a los místicos (especialmente San Juan de la Cruz y Santa Teresa), sino que enriquece su teoría social con componentes religiosos obtenidos de un amplio abanico de lecturas que van desde la cábala, el budismo zen, gnosticismo, el Nuevo Testamento, hasta el Libro de los muertos y el Bhagavad Gita. 

La realidad para Simone Weil es “un proceso material regido por leyes necesarias, que rigen tanto el mundo como la vida social” (Revilla, 2010, p. 65). Las experiencias místicas que adquirió en Portugal e Italia modificaron por completo su concepción de realidad introduciendo un elemento sobrenatural. 

La naturaleza entera se rige por el imperio de la fuerza, ésta domina todo lo que hay, la necesidad gobierna el mundo. Frente a ella existe otro dispositivo de sentido opuesto, la levedad, la gracia, “que como tal, es un presencia gratuita, a la luz de lo sagrado ve que lo real es esencialmente poroso” (Revilla, 2010, p. 65). La gracia frena la fuerza, por ello escapa a la lógica de este mundo: “Todos los movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia. Siempre hay que esperar que las cosas sucedan conforme a la gravedad, salvo que intervenga lo sobrenatural. Dos fuerzas reinan el universo: luz y gravedad” (Weil, 1994, p. 53).

La desdicha coloca la marca de la esclavitud con el hierro candente de la fuerza. Este sentimiento de extrema desgracia hace que el hombre desvíe la mirada de sí mismo, como fue explicado en la metáfora del clavo. Se trata de una actitud suplicante y dolorosa, puesto que lo esencial es liberarse de uno mismo. Aquí entra en juego la atención (l’attente). En el centro de la desgracia, el corazón descubre la necesidad de un orden superior: la presencia del Bien absoluto. Este deseo siempre está latente, sin embargo necesita ser educado. Gracias a la técnica divina de la desdicha, el desgraciado puede orientar su dolor hacia la atención. A través de la desgracia el ser humano descubre que lo verdaderamente importante se encuentra en otra dimensión. La atención es entonces una mirada pura y desinteresada a aquello que está fuera del orden del mundo hasta que la verdad invade el alma entera y se da una revelación. 

Cuando la atención es absoluta se produce una profunda reflexión que hace que el ‘yo’ desaparezca, por esta razón la atención está separada de la voluntad. Escapa a la fuerza natural que gobierna el mundo, se opone a la necesidad, ejerce un movimiento contrario a la fuerza de la gravedad, esa ley ciega y natural que gobierna el mundo. La atención es de carácter pasivo, paciente, es espera que se opone radicalmente a la agitada dinámica a la que el hombre es sometido cuando está bajo el imperio de la fuerza.

La atención destruye al yo a través de la desdicha porque el dolor aparta la vista de los intereses, pasiones y preocupaciones; estos son puestos entre paréntesis para girarse a una realidad exterior. Esta actitud de espera no debe ser entendida como pasividad, se trata de un ejercicio absolutamente doloroso —pues está dirigido por la desdicha— porque destruye el mal que se encuentra en el individuo. De esta forma Dios, a través de la gracia, puede descender y tomar al hombre. 

Fe y atención crean un punto de inserción donde la gracia anida y suspende la fuerza. En consecuencia, la necesidad es la barrera, y el puente hacia la divinidad es la gracia. Por un movimiento de la gracia, el alma descubre que aquello que la inteligencia no capta es más real que aquello que sí capta. El amor de Dios se hace presente en estos comportamientos del alma: la misericordia divina se manifiesta en lo más profundo de la desdicha, por ello es menester prestarle atención, porque sólo así se descubrirá que tras el silencio del mundo se encuentra Dios: “Entró en mi habitación y dijo: «Criatura miserable, que no comprendes nada, que no sabes nada, ven conmigo y te enseñaré cosas que ni siquiera te imaginas» le seguí” (Weil, 2003, p. 11).

La propuesta política

Al coronar su pensamiento con la experiencia religiosa y la introducción de elementos propiamente místicos como la atención y la gracia, Weil, a la espera de regresar a su país, trazó en Londres un itinerario político sumamente novedoso. Dios, y con Él, la Verdad, la Justicia y el Bien, no pueden descender por sí solos al mundo material, para hacerlo necesitan de hombres que renuncien a su propio yo (). 

El ser humano posee dos planos, el personal, relativo al ego, y el impersonal, donde reside el deseo de bien, verdad y justicia. El mejor orden social, para la autora, es aquel que coloca en las funciones de mando a los hombres que han erradicado el plano personal (el egoísmo). El poder debe estar en las manos de individuos con una absoluta preocupación por el bien y la justicia pública. 

El deseo de encontrarse con Dios hace que el hombre destruya el egoísmo, a partir de este punto el ser humano se verá a sí mismo como el conducto que permite el libre tránsito de Dios con su creación, las repercusiones sociales de este pensamiento místico son sumamente interesantes, ya que Weil señala que para terminar con la opresión social (el problema con el que se inicia su camino filosófico), es necesario que la política sea la actividad de los seres humanos que se han encontrado con Dios, o que lo están buscando. “El orden trascendente ocupa en el pensamiento social y político de Weil un lugar prominente” (González, 2002, p. 498). A partir de esta premisa weiliana podemos trazar un pensamiento que analice sociedades lastimadas, como la mexicana, por deseos egoístas, y al mismo tiempo nos permita encontrar a los seres humanos que nos conduzcan de forma responsable hacia el Bien y la Justicia.

REFERENCIAS

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Revilla, Carmen (1995) Simone Weil, Descifrar el silencio del mundo. Madrid: Trotta.

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Mattié, Mailer (1 de Septiembre de 2012). “La joven Weil y el viejo Marx” [Blog]. En: CEPRID (Centro de Estudios Políticos para las Relaciones Internacionales y el Desarrollo).

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